Impass.
Calmo. Pienso.
Capturo el silencio
lo engullo y lo escupo
para que me envuelva.
Para encontrarme como
este papel blanco que
sostengo.
Como una escultura
de mármol
sobre mármol
sobre mármol
Dentro de un friso de algún panel de aquel edificio de la esquina.
Como una caja dentro de un armario dentro de una caja en algún cuadro que cuelga de tu pared
lila
La del baño o la cocina.
Cimientos fuertes, han dicho.
Asiento.
Retorno.
martes, 13 de julio de 2010
Horas
El cuarzo, movimiento imperceptible
indica las cuatro.
Sólo tú sabes si es la siesta o la noche
lo que ya se acaba.
Acaso la sangre.
indica las cuatro.
Sólo tú sabes si es la siesta o la noche
lo que ya se acaba.
Acaso la sangre.
Ella
A Lú, Barcelona 2004.
Como un remolino azabache, rizado
y turbulento llega ella,
ojos morenos e incisivos.
Como si la tristeza se reuniera
para celebrar su último día.
Como si el día y la noche convivieran
en la misma hora final.
Ella pasa sonora y cautivante.
Transita deslumbrada por las realidades
que aborta este mundo.
Ella sufre este cinismo al lado del horno
mientras ya se huele el pan a medio hacer.
Colección de palabras que aunque articuladas,
no demuestran sentido alguno en este contexto.
Quizás la conjetura desentierre este féretro.
Quizás el tiempo otorgue, generoso, la pieza
que resuelva este acertijo.
Quizás ella se dé cuenta que su reflejo le pertenece.
Quizás pueda apropiarse de esa belleza que transpira.
Quizás pueda sintetizar un prado florido en ese
paisaje gris y desértico que llama mundo.
Agosto
París, agosto 2004.
Duele la sangre.
El blanco de tus ojos mirando todos los ojos.
El grito de tu boca que se transforma en canto.
Otros gritos.
Duele la sangre.
El tacto de tu piel en todas las pieles.
El olor de tu cuerpo que se convierte en perfume.
Otros perfumes.
Duele, ¡Ay! Duele la sangre.
El color de tu sangre, roja sangre, que corre por tus venas.
Todas las venas.
Todo el dolor.
Toda la sangre.
El descubrimiento de Europa: final (triple final)
Y es que esta historia no tiene un solo final. Es quizás uno de esos viajes que no terminan; que continúan en tiempos y realidades diferentes. Ajenas a la comprensión lineal.
Tres de esas realidades serán expuestas en esta ocasión [y sepan disculpar la molestia, pues van a leer varias veces lo mismo. Y aunque fuera el mismo texto, palabra por palabra. Frase por frase, nunca es el mismo texto. Y tampoco este será igual cada vez. Un poco, tal vez. Pero no lo suficiente para perderse en el hastío. Aunque fuera por el solo placer del juego. De darse cuenta qué es igual y qué no. Aunque la curiosidad se adueñara de la voluntad y fuera ella quien comandara la lectura. Una búsqueda implacable. Carbónica.
El telón se eleva].
Y aquí, desde Flores, lo cual implica –en muchos aspectos- un nuevo viaje, continúa esta historia para llegar a su fin. Deseado, esperado, soñado final. Y sin embargo, se encuentra ausente el sabor dulce de la culminación. Quizás no sea, en otros muchos aspectos, el final de esta historia que comenzara meses atrás en otro cielo, distinto a este y al que dejo luego de tanto tiempo. Son, tal vez, estos nuevos ruidos, colores, humores, los que dan el último párrafo a este texto; para abrir un otro párrafo, sin sentido todavía. Sin personajes claros o coherencia.
Y como siempre, hay muchos lugares y muchos personajes en un mismo espacio. Un universo lleno de textos posibles con voces diversas que concurren y tocan a mi puerta que varía de número y barrio. Y claro que Ulises volvió cambiado. Aunque volver no es posible cuando se transitan ciertos viajes. Ocultos y ajenos a la realidad que ahora comparto con el monitor desierto de ideas de ese entonces. Como si quisiera rescatar [me] en ese momento. Recuperar ese psiquismo viejomundista y a la vez nuevo y moderno. Un nuevo cuerpo, un nuevo paisaje que va y viene en un baile dulce y de antaño.
Hasta el lenguaje me acuerdo, vocabulario que otrora formó parte de mi universo. Imperativo que retorna a mi cotidianeidad de encierro voluntario. Preso.
Retomo una vez más el texto. La idea, el intento. De registrar un final para este último encuentro. Porque no todos los tiempos fueron buenos. Porque en la memoria todo crece y se torna bello.
¿Cómo darle un final a esta no-historia? Si hasta la melodía es diferente ahora. Nuevamente el tiempo. Quizás sería interesante [muy] tratar el tiempo.
Ya aquí, en la urbe abandonada, evalúo el tema del tiempo. Tal vez avenidas tan angostas enfrenten a la población con la inevitable escena del encuentro. Del careo. Del incómodo momento. La pregunta, la respuesta. ¿Qué tal el tiempo? ¿Lloverá este otoño-inverno? Y los interlocutores se sienten cómodos como los amantes que ya saben cono encarar el beso. Para qué lado dirigir las narices heladas por el frío. Y sonríen tranquilos porque hay tema de conversación. Encuentro. Y siempre hay un final esperanzador que desea un futuro seco y templado para que el campo no sufra y la ciudad continúe su ritmo vertiginoso y luminoso. El tiempo-clima, siempre presente en las realidades compartidas de los transeúntes.
De todas formas, no trataremos esto.
Encaremos el cierre. El tiempo. Como el humo de un cigarrillo a medio fumar, el tiempo se desvanece en este interlineado. El tiempo que se aleja y que pasa para dejar sitio a lo nuevo. Que demora en aparecer. Parto demorado, que se hace desear.
Y por supuesto, Ulises, que volvió cambiado y no reconocido por el espejo, que ya no vio los mismos gestos. Otra piel. Perfume. Imaginado perfil que asoma de costado sin permiso. Otro rostro. Otro diálogo.
Y el cambio impide el regreso al texto. Elaborado y viejo.
Ulises volvió cambiado. Y perdió su imagen y su historia para obtener la mística nueva historia que acontece. Fresca y diferente en otras líneas negras. Con otros títulos. Lectores, discursos. Textos.
Fin
Y aquí, desde Flores, lo cual implica –en muchos aspectos- un nuevo viaje, continúa esta historia para llegar a su fin. Deseado, esperado, soñado final. Y sin embargo, se encuentra ausente el sabor dulce de la culminación. Quizás no sea, en otros muchos aspectos, el final de esta historia que comenzara meses atrás en otro cielo, distinto a este y al que dejo luego de tanto tiempo. Son, tal vez, estos nuevos ruidos, colores, humores, los que dan el último párrafo a este texto; para abrir un otro párrafo, sin sentido todavía. Sin personajes claros o coherencia. Un párrafo que se continuará con otros en un sinfín de textos encadenados en primera persona.
Llueve en Flores, lejos de la cortina húmeda y continua del abril catalán. Suena en la cocina el repiqueteo del agua cayendo sobre el policarbonato, gastado y tenaz, que descansa encima mío.
Y como siempre, hay muchos lugares y muchos personajes en un mismo espacio. Un universo lleno de textos posibles con voces diversas que concurren y tocan a mi puerta que varía de número y barrio. Y claro que Ulises volvió cambiado. Aunque volver no es posible cuando se transitan ciertos viajes. Ocultos y ajenos a la realidad que ahora comparto con el monitor desierto de ideas de ese entonces. Como si quisiera rescatar [me] en ese momento. Recuperar ese psiquismo viejomundista y a la vez nuevo y moderno. Un nuevo cuerpo, un nuevo paisaje que va y viene en un baile dulce y de antaño, al compás de tambores graves y profundos.
Hasta el lenguaje me acuerdo, vocabulario que otrora formó parte de mi universo. Poesía imperativa que retorna a mi cotidianeidad de encierro voluntario. Preso. Que pierde la prosa dulce y sedosa. Miel seductora.
Retomo una vez más el texto. La idea, el intento. De registrar un final para este último encuentro. Y conmueve la distancia al texto, aquel texto. Coincidiendo con nuevos deseos resurgidos. Viajes. Desencuentros. Como si la escena que veo no alcanzara y, entonces. Uno puede cambiarla, subir al escenario y modelar la obra. Dramaturgia. Puede cambiar los cuerpos, las miradas, los textos. Y volver a empezar. De nuevo. Y bajas dialéctico. Y te sientas. Y vemos la nueva obra. Y pienso.
Y como darle un cierre a la historia. Cuál es el fin de una historia. En definitiva, es solo la historia la que habla por sí misma. Y no porque en un ataque de insomnio haya intentado conversar sobre la actualidad con la pantalla de cristal que me enfrenta. Y objetivo no hay, [claro].
Encaremos, finalmente [fin al mente], el cierre.
Como el humo de un cigarrillo a medio fumar, el tiempo se desvanece en este interlineado. El tiempo que se aleja y que pasa para dejar sitio a lo nuevo. Que demora en surgir.
Y por supuesto, Ulises, que volvió cambiado y no reconocido por el espejo, que ya no vio los mismos gestos. Otra piel. Perfume. Imaginado perfil que asoma de costado sin permiso. Otro rostro. Otro diálogo.
Y el cambio impide el regreso al texto. Elaborado y viejo.
Ulises volvió cambiado. Y perdió su imagen y su historia para obtener la mística nueva historia que acontece. Fresca y diferente en otras líneas negras. Con otros títulos. Lectores, discursos. Textos. Fin
Y claro que Ulises volvió cambiado. Como cuando uno se reconoce frente al espejo nuevamente luego de años de aventura. Quizás fuera necesario no verse después del viaje. No ser uno mismo, no encontrar la propia esencia y permanecer anónimo hasta completar una vuelta más. Madurar esa identidad. Apropiada. Y ahí, finalmente, reconocerse en uno mismo. Repensado, analizado. Depurado.
Ahora, entonces, he vuelto; sintetizado en quien escribe estas mismas frases. Algo distinto, algo sutilmente diferente. Más sencillo luego del cóctel del éxito. Permeable a la aventura del cambio. Constante cambio revolucionario. Listo para agregar nuevas capas y recorrer una nueva vuelta. Perder la esencia. Permanecer ausente y volver. Cambiado.
Fin.
Tres de esas realidades serán expuestas en esta ocasión [y sepan disculpar la molestia, pues van a leer varias veces lo mismo. Y aunque fuera el mismo texto, palabra por palabra. Frase por frase, nunca es el mismo texto. Y tampoco este será igual cada vez. Un poco, tal vez. Pero no lo suficiente para perderse en el hastío. Aunque fuera por el solo placer del juego. De darse cuenta qué es igual y qué no. Aunque la curiosidad se adueñara de la voluntad y fuera ella quien comandara la lectura. Una búsqueda implacable. Carbónica.
El telón se eleva].
Y aquí, desde Flores, lo cual implica –en muchos aspectos- un nuevo viaje, continúa esta historia para llegar a su fin. Deseado, esperado, soñado final. Y sin embargo, se encuentra ausente el sabor dulce de la culminación. Quizás no sea, en otros muchos aspectos, el final de esta historia que comenzara meses atrás en otro cielo, distinto a este y al que dejo luego de tanto tiempo. Son, tal vez, estos nuevos ruidos, colores, humores, los que dan el último párrafo a este texto; para abrir un otro párrafo, sin sentido todavía. Sin personajes claros o coherencia.
Y como siempre, hay muchos lugares y muchos personajes en un mismo espacio. Un universo lleno de textos posibles con voces diversas que concurren y tocan a mi puerta que varía de número y barrio. Y claro que Ulises volvió cambiado. Aunque volver no es posible cuando se transitan ciertos viajes. Ocultos y ajenos a la realidad que ahora comparto con el monitor desierto de ideas de ese entonces. Como si quisiera rescatar [me] en ese momento. Recuperar ese psiquismo viejomundista y a la vez nuevo y moderno. Un nuevo cuerpo, un nuevo paisaje que va y viene en un baile dulce y de antaño.
Hasta el lenguaje me acuerdo, vocabulario que otrora formó parte de mi universo. Imperativo que retorna a mi cotidianeidad de encierro voluntario. Preso.
Retomo una vez más el texto. La idea, el intento. De registrar un final para este último encuentro. Porque no todos los tiempos fueron buenos. Porque en la memoria todo crece y se torna bello.
¿Cómo darle un final a esta no-historia? Si hasta la melodía es diferente ahora. Nuevamente el tiempo. Quizás sería interesante [muy] tratar el tiempo.
Ya aquí, en la urbe abandonada, evalúo el tema del tiempo. Tal vez avenidas tan angostas enfrenten a la población con la inevitable escena del encuentro. Del careo. Del incómodo momento. La pregunta, la respuesta. ¿Qué tal el tiempo? ¿Lloverá este otoño-inverno? Y los interlocutores se sienten cómodos como los amantes que ya saben cono encarar el beso. Para qué lado dirigir las narices heladas por el frío. Y sonríen tranquilos porque hay tema de conversación. Encuentro. Y siempre hay un final esperanzador que desea un futuro seco y templado para que el campo no sufra y la ciudad continúe su ritmo vertiginoso y luminoso. El tiempo-clima, siempre presente en las realidades compartidas de los transeúntes.
De todas formas, no trataremos esto.
Encaremos el cierre. El tiempo. Como el humo de un cigarrillo a medio fumar, el tiempo se desvanece en este interlineado. El tiempo que se aleja y que pasa para dejar sitio a lo nuevo. Que demora en aparecer. Parto demorado, que se hace desear.
Y por supuesto, Ulises, que volvió cambiado y no reconocido por el espejo, que ya no vio los mismos gestos. Otra piel. Perfume. Imaginado perfil que asoma de costado sin permiso. Otro rostro. Otro diálogo.
Y el cambio impide el regreso al texto. Elaborado y viejo.
Ulises volvió cambiado. Y perdió su imagen y su historia para obtener la mística nueva historia que acontece. Fresca y diferente en otras líneas negras. Con otros títulos. Lectores, discursos. Textos.
Fin
Y aquí, desde Flores, lo cual implica –en muchos aspectos- un nuevo viaje, continúa esta historia para llegar a su fin. Deseado, esperado, soñado final. Y sin embargo, se encuentra ausente el sabor dulce de la culminación. Quizás no sea, en otros muchos aspectos, el final de esta historia que comenzara meses atrás en otro cielo, distinto a este y al que dejo luego de tanto tiempo. Son, tal vez, estos nuevos ruidos, colores, humores, los que dan el último párrafo a este texto; para abrir un otro párrafo, sin sentido todavía. Sin personajes claros o coherencia. Un párrafo que se continuará con otros en un sinfín de textos encadenados en primera persona.
Llueve en Flores, lejos de la cortina húmeda y continua del abril catalán. Suena en la cocina el repiqueteo del agua cayendo sobre el policarbonato, gastado y tenaz, que descansa encima mío.
Y como siempre, hay muchos lugares y muchos personajes en un mismo espacio. Un universo lleno de textos posibles con voces diversas que concurren y tocan a mi puerta que varía de número y barrio. Y claro que Ulises volvió cambiado. Aunque volver no es posible cuando se transitan ciertos viajes. Ocultos y ajenos a la realidad que ahora comparto con el monitor desierto de ideas de ese entonces. Como si quisiera rescatar [me] en ese momento. Recuperar ese psiquismo viejomundista y a la vez nuevo y moderno. Un nuevo cuerpo, un nuevo paisaje que va y viene en un baile dulce y de antaño, al compás de tambores graves y profundos.
Hasta el lenguaje me acuerdo, vocabulario que otrora formó parte de mi universo. Poesía imperativa que retorna a mi cotidianeidad de encierro voluntario. Preso. Que pierde la prosa dulce y sedosa. Miel seductora.
Retomo una vez más el texto. La idea, el intento. De registrar un final para este último encuentro. Y conmueve la distancia al texto, aquel texto. Coincidiendo con nuevos deseos resurgidos. Viajes. Desencuentros. Como si la escena que veo no alcanzara y, entonces. Uno puede cambiarla, subir al escenario y modelar la obra. Dramaturgia. Puede cambiar los cuerpos, las miradas, los textos. Y volver a empezar. De nuevo. Y bajas dialéctico. Y te sientas. Y vemos la nueva obra. Y pienso.
Y como darle un cierre a la historia. Cuál es el fin de una historia. En definitiva, es solo la historia la que habla por sí misma. Y no porque en un ataque de insomnio haya intentado conversar sobre la actualidad con la pantalla de cristal que me enfrenta. Y objetivo no hay, [claro].
Encaremos, finalmente [fin al mente], el cierre.
Como el humo de un cigarrillo a medio fumar, el tiempo se desvanece en este interlineado. El tiempo que se aleja y que pasa para dejar sitio a lo nuevo. Que demora en surgir.
Y por supuesto, Ulises, que volvió cambiado y no reconocido por el espejo, que ya no vio los mismos gestos. Otra piel. Perfume. Imaginado perfil que asoma de costado sin permiso. Otro rostro. Otro diálogo.
Y el cambio impide el regreso al texto. Elaborado y viejo.
Ulises volvió cambiado. Y perdió su imagen y su historia para obtener la mística nueva historia que acontece. Fresca y diferente en otras líneas negras. Con otros títulos. Lectores, discursos. Textos. Fin
Y claro que Ulises volvió cambiado. Como cuando uno se reconoce frente al espejo nuevamente luego de años de aventura. Quizás fuera necesario no verse después del viaje. No ser uno mismo, no encontrar la propia esencia y permanecer anónimo hasta completar una vuelta más. Madurar esa identidad. Apropiada. Y ahí, finalmente, reconocerse en uno mismo. Repensado, analizado. Depurado.
Ahora, entonces, he vuelto; sintetizado en quien escribe estas mismas frases. Algo distinto, algo sutilmente diferente. Más sencillo luego del cóctel del éxito. Permeable a la aventura del cambio. Constante cambio revolucionario. Listo para agregar nuevas capas y recorrer una nueva vuelta. Perder la esencia. Permanecer ausente y volver. Cambiado.
Fin.
El descubrimiento de Europa: capítulo 4 (identidades)
Por supuesto que, inevitablemente, cada uno compone un cuidado y estudiado personaje en el umbral de su casa, previo al enfrentamiento con el escenario: la calle.
Cada individuo invierte diferentes recursos –tanto en cantidad como en calidad- para tan preciosa tarea. Sin ella, la realidad exterior haría añicos la interior y la delicada cinta Moebius se perdería entre los escombros de las civilizaciones ya olvidadas.
De todas formas, y sepan disculpar (nuevamente), no he introducido, todavía, el tema que habita entre estas líneas presentes y futuras.
Es cierto que estos personajes, cual disfraces venecianos, ocultan nuestro “ser”, al tiempo que lo construyen, lo demuestran. Coloridos y rimbombantes, obscuros y traicioneros. Todos son parte del mobiliario corporal. Nos acompañan y –me animo, con perdón de los aquí presentes- nos definen. Y si la dialéctica me deja, tanto nos otorgan un sentido, como sirven para ello.
En definitiva, existen en tanto que este relato los inventa como necesidad y bajo continuo de esta tarde en el Vondelpark.
Esta colección de especies vegetales variada y organizada en el estilo clásico francés (según y con la ayuda de informantes-geógrafos secretos) posee un lago interior cuya periferia se encuentra rodeada de pintorescos bancos de madera verde presentada en forma de listones amalgamados por un esqueleto de hierro. A su vez, se aprecia un camino asfaltado de usos múltiples que construye oasis intermitentes entre el lago y los asientos.
Escribo desde un banco, junto a la geógrafa secreta, tras observar que todas las actividades (acaecidas) en el camino pueden y serán resumidas en tres: ciclismo, patinaje y pedestrismo.
Como en anteriores ocasiones se deberán preguntar, no sin cuestionar mi salud mental, sobre la importancia de esta observación. Intentaré, aquí, una respuesta.
Tan peculiares personajes, individuos asiduos a la formación de sectas terroríficas deben ser desenmascarados en pro de la tranquila y cómoda observación, sin más, del paisaje desde un banco. Me explico, una simple cruzada en defensa del ocio más auténtico actuado en un parque. Una defensa a la fiaca más profunda. Una nada en sí misma.
Vamos, entonces, a describir todo lo concerniente a cada uno de estos grupos selectos y dignos de estas sentencias.
Los primeros deportistas en aparecer son los solitarios corredores, mártires consumados del espacio verde. En cuanto a la indumentaria, las piernas sudadas son casi el último bastión de piel al descubierto; ya que la ropa aparece como un elemento esencial para la actividad que se realiza. Calzas, y demás cortes en lycra (ajustada) visten los muslos desarrollados, solo acompañadas por medias y zapatillas de alta tecnología, que prestan abrigo a los pies –actores protagónicos de este acto-. El tronco es también exhibido (indirectamente de forma indirecta) a través de prendas, siempre ajustadas, de diversos formatos: despojados de mangas, largos o su opuesto, claras u obscuras, finas o gruesas. Todas mostrando la anatomía humana en pleno esplendor espléndido.
La cabeza, por su parte, ostenta variados artefactos sin interés alguno a fines de la descripción presente.
Los corredores, retomando el tema, son personajes sufridos, artífices y legítimos herederos de la tragedia griega. Llevan consigo una colección interminable de quejidos. Suspiros, tosidos, jadeos, ceños fruncidos, labios tensos y afinados son algunos pocos ejemplos. Los velocistas del parque se quejan sin descanso; no porque les produzca desagrado sino porque es el rol que les toca. El lugar que ocupan. Ellos corren como medio; excusa para expresar los resultados de su estudio del quejido, del sufrimiento más elaborado. Y para ello, corren solos. Personajes recelosos, compiten con salvaje fervor por el primer puesto. A fin de cuentas, esa es la meta. Quizás cada paso, cada gota de sudor, cada vez que se acelera un poco sean sólo herramientas para descubrir el punto justo de sufrimiento. El nivel perfecto. El boleto ganador.
Entonces, la ropa antes descripta se convierte en un arma fatal a la hora de eliminar a los contrincantes, tan necesarios como inútiles. Tetas y pectorales en movimiento son capaces de distraer y hasta de provocar sonrisas que servirán para descalificar, de forma automática, oponentes desprevenidos que ceden ante la tentación ancestral.
Los segundos, ciclistas, son los olímpicos del relato. Ellos van sobre artefactos diseñados ad hoc. Orgullosos de sentarse en el diminuto e incómodo “asiento”, resultado del arduo trabajo en colaboración de poblados grupos de científicos (sin tiempo para usarlo). Técnicos. Precisos. Austeros como el dispositivo mismo. Caños, aleaciones, cadenas, remaches, calves, ángulos, cables, piñones. Todos y cada uno un tratado de geometría, química, física, ingeniería, metalurgia, mecánica. Todos y cada uno para una bicicleta. Sin embargo, [y disculpen el exabrupto] no nos ocuparemos de la bici sino de su hospedero. El ciclista, el segundo, el olímpico. El que no sólo ostenta la maquinaria. También expone su cuerpo. No directamente, claro está, porque no corresponde a su escalafón. Su deporte. No nada. No se arroja desde las alturas hacia el agua. No rescatan gente agonizando de las fauces de Poseidón. Sólo pedalean. Claro, son ciclistas. Retomando el cuerpo y su vestidura; otro grupo de científicos trabajó en la ropa. Ajustada, brillante. Perfecta envoltura, tegumento que demuestra curvas, huecos, protuberancias. Y se sugiere un debate. ¿Fueron los ciclistas los padres o fueron ellos la progenie de la lycra y el elastano? En todo caso, se sospecha que durante la producción de dichos géneros aparecen, misteriosamente, ciclistas en tándem. Los velocipedistas no conversan ni se relacionan con los otros deportistas del parque. Forman grupos cerrados con sus congéneres adueñándose, lentamente, del terreno, del pavimento, del aire. Barrera espacial compacta. Sincicio del cual extraen oxígeno y energía cinética ajena al observador estático e ignorante. Tan ignoto como la función de estas líneas sobre un grupo de ciclistas que pedalean en círculos en el verde.
Y sí, mis queridos lectores. Seguidores fieles. Motor invisible. El conjunto de ansiedades quedará instalado para siempre. No hay tercero en esta página. No hay continuidad para este relato. Trunco. No puedo más que excusarme y culpar al tiempo y la distancia. Disipador de musas. Solvente de la memoria. Y sí, no hay más párrafos ni sentido en esta historia más que la auténtica necesidad de no declarar vacante este capítulo. Otorgarle la identidad que merece y que sirve de título. Último título.
Cada individuo invierte diferentes recursos –tanto en cantidad como en calidad- para tan preciosa tarea. Sin ella, la realidad exterior haría añicos la interior y la delicada cinta Moebius se perdería entre los escombros de las civilizaciones ya olvidadas.
De todas formas, y sepan disculpar (nuevamente), no he introducido, todavía, el tema que habita entre estas líneas presentes y futuras.
Es cierto que estos personajes, cual disfraces venecianos, ocultan nuestro “ser”, al tiempo que lo construyen, lo demuestran. Coloridos y rimbombantes, obscuros y traicioneros. Todos son parte del mobiliario corporal. Nos acompañan y –me animo, con perdón de los aquí presentes- nos definen. Y si la dialéctica me deja, tanto nos otorgan un sentido, como sirven para ello.
En definitiva, existen en tanto que este relato los inventa como necesidad y bajo continuo de esta tarde en el Vondelpark.
Esta colección de especies vegetales variada y organizada en el estilo clásico francés (según y con la ayuda de informantes-geógrafos secretos) posee un lago interior cuya periferia se encuentra rodeada de pintorescos bancos de madera verde presentada en forma de listones amalgamados por un esqueleto de hierro. A su vez, se aprecia un camino asfaltado de usos múltiples que construye oasis intermitentes entre el lago y los asientos.
Escribo desde un banco, junto a la geógrafa secreta, tras observar que todas las actividades (acaecidas) en el camino pueden y serán resumidas en tres: ciclismo, patinaje y pedestrismo.
Como en anteriores ocasiones se deberán preguntar, no sin cuestionar mi salud mental, sobre la importancia de esta observación. Intentaré, aquí, una respuesta.
Tan peculiares personajes, individuos asiduos a la formación de sectas terroríficas deben ser desenmascarados en pro de la tranquila y cómoda observación, sin más, del paisaje desde un banco. Me explico, una simple cruzada en defensa del ocio más auténtico actuado en un parque. Una defensa a la fiaca más profunda. Una nada en sí misma.
Vamos, entonces, a describir todo lo concerniente a cada uno de estos grupos selectos y dignos de estas sentencias.
Los primeros deportistas en aparecer son los solitarios corredores, mártires consumados del espacio verde. En cuanto a la indumentaria, las piernas sudadas son casi el último bastión de piel al descubierto; ya que la ropa aparece como un elemento esencial para la actividad que se realiza. Calzas, y demás cortes en lycra (ajustada) visten los muslos desarrollados, solo acompañadas por medias y zapatillas de alta tecnología, que prestan abrigo a los pies –actores protagónicos de este acto-. El tronco es también exhibido (indirectamente de forma indirecta) a través de prendas, siempre ajustadas, de diversos formatos: despojados de mangas, largos o su opuesto, claras u obscuras, finas o gruesas. Todas mostrando la anatomía humana en pleno esplendor espléndido.
La cabeza, por su parte, ostenta variados artefactos sin interés alguno a fines de la descripción presente.
Los corredores, retomando el tema, son personajes sufridos, artífices y legítimos herederos de la tragedia griega. Llevan consigo una colección interminable de quejidos. Suspiros, tosidos, jadeos, ceños fruncidos, labios tensos y afinados son algunos pocos ejemplos. Los velocistas del parque se quejan sin descanso; no porque les produzca desagrado sino porque es el rol que les toca. El lugar que ocupan. Ellos corren como medio; excusa para expresar los resultados de su estudio del quejido, del sufrimiento más elaborado. Y para ello, corren solos. Personajes recelosos, compiten con salvaje fervor por el primer puesto. A fin de cuentas, esa es la meta. Quizás cada paso, cada gota de sudor, cada vez que se acelera un poco sean sólo herramientas para descubrir el punto justo de sufrimiento. El nivel perfecto. El boleto ganador.
Entonces, la ropa antes descripta se convierte en un arma fatal a la hora de eliminar a los contrincantes, tan necesarios como inútiles. Tetas y pectorales en movimiento son capaces de distraer y hasta de provocar sonrisas que servirán para descalificar, de forma automática, oponentes desprevenidos que ceden ante la tentación ancestral.
Los segundos, ciclistas, son los olímpicos del relato. Ellos van sobre artefactos diseñados ad hoc. Orgullosos de sentarse en el diminuto e incómodo “asiento”, resultado del arduo trabajo en colaboración de poblados grupos de científicos (sin tiempo para usarlo). Técnicos. Precisos. Austeros como el dispositivo mismo. Caños, aleaciones, cadenas, remaches, calves, ángulos, cables, piñones. Todos y cada uno un tratado de geometría, química, física, ingeniería, metalurgia, mecánica. Todos y cada uno para una bicicleta. Sin embargo, [y disculpen el exabrupto] no nos ocuparemos de la bici sino de su hospedero. El ciclista, el segundo, el olímpico. El que no sólo ostenta la maquinaria. También expone su cuerpo. No directamente, claro está, porque no corresponde a su escalafón. Su deporte. No nada. No se arroja desde las alturas hacia el agua. No rescatan gente agonizando de las fauces de Poseidón. Sólo pedalean. Claro, son ciclistas. Retomando el cuerpo y su vestidura; otro grupo de científicos trabajó en la ropa. Ajustada, brillante. Perfecta envoltura, tegumento que demuestra curvas, huecos, protuberancias. Y se sugiere un debate. ¿Fueron los ciclistas los padres o fueron ellos la progenie de la lycra y el elastano? En todo caso, se sospecha que durante la producción de dichos géneros aparecen, misteriosamente, ciclistas en tándem. Los velocipedistas no conversan ni se relacionan con los otros deportistas del parque. Forman grupos cerrados con sus congéneres adueñándose, lentamente, del terreno, del pavimento, del aire. Barrera espacial compacta. Sincicio del cual extraen oxígeno y energía cinética ajena al observador estático e ignorante. Tan ignoto como la función de estas líneas sobre un grupo de ciclistas que pedalean en círculos en el verde.
Y sí, mis queridos lectores. Seguidores fieles. Motor invisible. El conjunto de ansiedades quedará instalado para siempre. No hay tercero en esta página. No hay continuidad para este relato. Trunco. No puedo más que excusarme y culpar al tiempo y la distancia. Disipador de musas. Solvente de la memoria. Y sí, no hay más párrafos ni sentido en esta historia más que la auténtica necesidad de no declarar vacante este capítulo. Otorgarle la identidad que merece y que sirve de título. Último título.
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