Por supuesto que, inevitablemente, cada uno compone un cuidado y estudiado personaje en el umbral de su casa, previo al enfrentamiento con el escenario: la calle.
Cada individuo invierte diferentes recursos –tanto en cantidad como en calidad- para tan preciosa tarea. Sin ella, la realidad exterior haría añicos la interior y la delicada cinta Moebius se perdería entre los escombros de las civilizaciones ya olvidadas.
De todas formas, y sepan disculpar (nuevamente), no he introducido, todavía, el tema que habita entre estas líneas presentes y futuras.
Es cierto que estos personajes, cual disfraces venecianos, ocultan nuestro “ser”, al tiempo que lo construyen, lo demuestran. Coloridos y rimbombantes, obscuros y traicioneros. Todos son parte del mobiliario corporal. Nos acompañan y –me animo, con perdón de los aquí presentes- nos definen. Y si la dialéctica me deja, tanto nos otorgan un sentido, como sirven para ello.
En definitiva, existen en tanto que este relato los inventa como necesidad y bajo continuo de esta tarde en el Vondelpark.
Esta colección de especies vegetales variada y organizada en el estilo clásico francés (según y con la ayuda de informantes-geógrafos secretos) posee un lago interior cuya periferia se encuentra rodeada de pintorescos bancos de madera verde presentada en forma de listones amalgamados por un esqueleto de hierro. A su vez, se aprecia un camino asfaltado de usos múltiples que construye oasis intermitentes entre el lago y los asientos.
Escribo desde un banco, junto a la geógrafa secreta, tras observar que todas las actividades (acaecidas) en el camino pueden y serán resumidas en tres: ciclismo, patinaje y pedestrismo.
Como en anteriores ocasiones se deberán preguntar, no sin cuestionar mi salud mental, sobre la importancia de esta observación. Intentaré, aquí, una respuesta.
Tan peculiares personajes, individuos asiduos a la formación de sectas terroríficas deben ser desenmascarados en pro de la tranquila y cómoda observación, sin más, del paisaje desde un banco. Me explico, una simple cruzada en defensa del ocio más auténtico actuado en un parque. Una defensa a la fiaca más profunda. Una nada en sí misma.
Vamos, entonces, a describir todo lo concerniente a cada uno de estos grupos selectos y dignos de estas sentencias.
Los primeros deportistas en aparecer son los solitarios corredores, mártires consumados del espacio verde. En cuanto a la indumentaria, las piernas sudadas son casi el último bastión de piel al descubierto; ya que la ropa aparece como un elemento esencial para la actividad que se realiza. Calzas, y demás cortes en lycra (ajustada) visten los muslos desarrollados, solo acompañadas por medias y zapatillas de alta tecnología, que prestan abrigo a los pies –actores protagónicos de este acto-. El tronco es también exhibido (indirectamente de forma indirecta) a través de prendas, siempre ajustadas, de diversos formatos: despojados de mangas, largos o su opuesto, claras u obscuras, finas o gruesas. Todas mostrando la anatomía humana en pleno esplendor espléndido.
La cabeza, por su parte, ostenta variados artefactos sin interés alguno a fines de la descripción presente.
Los corredores, retomando el tema, son personajes sufridos, artífices y legítimos herederos de la tragedia griega. Llevan consigo una colección interminable de quejidos. Suspiros, tosidos, jadeos, ceños fruncidos, labios tensos y afinados son algunos pocos ejemplos. Los velocistas del parque se quejan sin descanso; no porque les produzca desagrado sino porque es el rol que les toca. El lugar que ocupan. Ellos corren como medio; excusa para expresar los resultados de su estudio del quejido, del sufrimiento más elaborado. Y para ello, corren solos. Personajes recelosos, compiten con salvaje fervor por el primer puesto. A fin de cuentas, esa es la meta. Quizás cada paso, cada gota de sudor, cada vez que se acelera un poco sean sólo herramientas para descubrir el punto justo de sufrimiento. El nivel perfecto. El boleto ganador.
Entonces, la ropa antes descripta se convierte en un arma fatal a la hora de eliminar a los contrincantes, tan necesarios como inútiles. Tetas y pectorales en movimiento son capaces de distraer y hasta de provocar sonrisas que servirán para descalificar, de forma automática, oponentes desprevenidos que ceden ante la tentación ancestral.
Los segundos, ciclistas, son los olímpicos del relato. Ellos van sobre artefactos diseñados ad hoc. Orgullosos de sentarse en el diminuto e incómodo “asiento”, resultado del arduo trabajo en colaboración de poblados grupos de científicos (sin tiempo para usarlo). Técnicos. Precisos. Austeros como el dispositivo mismo. Caños, aleaciones, cadenas, remaches, calves, ángulos, cables, piñones. Todos y cada uno un tratado de geometría, química, física, ingeniería, metalurgia, mecánica. Todos y cada uno para una bicicleta. Sin embargo, [y disculpen el exabrupto] no nos ocuparemos de la bici sino de su hospedero. El ciclista, el segundo, el olímpico. El que no sólo ostenta la maquinaria. También expone su cuerpo. No directamente, claro está, porque no corresponde a su escalafón. Su deporte. No nada. No se arroja desde las alturas hacia el agua. No rescatan gente agonizando de las fauces de Poseidón. Sólo pedalean. Claro, son ciclistas. Retomando el cuerpo y su vestidura; otro grupo de científicos trabajó en la ropa. Ajustada, brillante. Perfecta envoltura, tegumento que demuestra curvas, huecos, protuberancias. Y se sugiere un debate. ¿Fueron los ciclistas los padres o fueron ellos la progenie de la lycra y el elastano? En todo caso, se sospecha que durante la producción de dichos géneros aparecen, misteriosamente, ciclistas en tándem. Los velocipedistas no conversan ni se relacionan con los otros deportistas del parque. Forman grupos cerrados con sus congéneres adueñándose, lentamente, del terreno, del pavimento, del aire. Barrera espacial compacta. Sincicio del cual extraen oxígeno y energía cinética ajena al observador estático e ignorante. Tan ignoto como la función de estas líneas sobre un grupo de ciclistas que pedalean en círculos en el verde.
Y sí, mis queridos lectores. Seguidores fieles. Motor invisible. El conjunto de ansiedades quedará instalado para siempre. No hay tercero en esta página. No hay continuidad para este relato. Trunco. No puedo más que excusarme y culpar al tiempo y la distancia. Disipador de musas. Solvente de la memoria. Y sí, no hay más párrafos ni sentido en esta historia más que la auténtica necesidad de no declarar vacante este capítulo. Otorgarle la identidad que merece y que sirve de título. Último título.
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