lunes, 29 de marzo de 2010

El descubrimiento de Europa: capítulo 3 (una experiencia sobre el ejercicio del poder)

Barcelona, como polo urbano, se encuentra rodeada de una amplia periferia, con la cual se comunica a través de variados medios de transporte que no comentaremos en esta velada.
Sabadell es una ciudad de esta periferia en la que he participado de numerosos desfiles burocráticos sin conseguir, hasta el momento, trofeos ni condecoraciones.
Hoy viajamos juntos, ustedes y yo, a este centro del trámite. ¿Cómo lo haremos? Subiremos al tren que la conecta, mediante un tendido férreo, con Barcelona, desde donde partimos con el sol en el cenit. Este tren aparenta más o menos moderno. Sus parámetros estructurales, ingeniería y demás tópicos científico-técnicos son desconocidos para mí y prefiero que sigan descansando en las lejanías de mi conocimiento. Solo comentaremos algunos hechos que hacen interesante este viaje y, por supuesto, construyen la escenografía del capítulo presente.
Al abordar el tren, podemos ver una hilera de asientos dobles acomodados de a pares enfrentados de forma que cuatro pasajeros descargan sus cuerpos constituyendo un grupo, una verdadera comunidad que, sentada sobre sobrios tapizados azules, comparte un espacio central común y privado para las comunidades foráneas. Existe también un pasillo compartido por el conjunto de comunidades, en una suerte de región internacional por el cual se transita sin papeles identificatorios aunque con interrupciones sin aduana en los sitios donde se elevan las puertas de salida -y entrada, por supuesto-. En la margen interna de la hilera de butacas se hallan las ventanas, también comunes a cada sección y ajenas a las otras, vestidas con cortinas deslizables.
Como bien suponen, a medida que el tren recorre la distancia planteada, los azules vacíos comienzan a recibir el peso corporal de las personas que, como nosotros -en diferentes rangos de virtualidad-, abordan el tren. Sin embargo, y para suerte y beneficio de estas frases, esta ocupación no es anárquica sino que sigue ciertas normas preestablecidas y profundamente arraigadas en nuestra cultura. Reglas subliminales y ajenas a la decisión consciente, necesidades o gustos. Simplemente acciones automáticas y triviales en principio y esenciales, sin embargo, para poder presionar, una vez más, estas teclas tan simpáticas que nos convocan una y otra vez en aras de brindar un poco de luz a lo que acaece en nuestro entorno, y hoy, acerca del ejercicio del poder.
Me permito una pausa breve para explicar una cuestión que, en este punto del texto (incluyendo los capítulos anteriores, claro está), necesita ser aclarada para que los ánimos no decaigan. Para que la credibilidad del relato continúe intacta. Para que el humor, la ironía o el absurdo no sean fatalmente confundidos con la mentira, vil y vulgar. Estos sucesos, que ocurren en estas páginas y sus predecesoras son reales en tanto que se presentan ante la mirada del personaje sagaz que las quiera apreciar. Son la interpretación y su posterior trascripción las que otorgan los matices y laberintos que ahora leen. Dicho esto, continuaremos con lo que, en realidad, importa.
El primer par de isquiones -sabrán disculpar la deformación profesional- se apoyará, indefectiblemente, sobre el asiento del lado de la ventana, y cuyo horizonte mira en dirección al movimiento del tren. Profecía, el futuro puede ser visto, previsto y esperado. Casi un privilegio; una visión ansiada. Un pulso interior.
El segundo pasajero, previa inspección del sitio y comprensión de la situación -en la cual es, también indefectiblemente, el segundo- se ubicará en el asiento de la ventana aunque, por razones obvias, enfrentado al primero. Su punto de fuga, diametralmente opuesto al anterior y un testimonio histórico; pasado en persona. Cotejador titulado del futuro cercano. El segundo sostiene, feliz, las tijeras de la censura que vejará la dote del primero.
El tercer viajero ocupará el asiento del pasillo, al lado del primero en llegar. Paciente y educado, no utiliza demasiados movimientos para accionar su cuerpo. Cortés y observador, acompaña al primero y lo protege de la vigilancia continua del segundo que desplaza, ahora, los ojos en su dirección.
Por último, el asiento restante, el cuarto, será ocupado sin gran expectativa por cualquiera que, sin importarle en absoluto las obscuras fuerzas que lo rodean, vea en la pintoresca butaca azul una posibilidad de descanso físico.
Tenemos, finalmente, todo lo necesario para montar la escena. El ambiente, como ya dije, el tren. Los personajes, cuatro, representantes de la especie humana. Sobre ellos, aún quedan algunas frases por ser escritas.
El primer personaje, impulsivo, veloz y suspicaz, ocupa -aunque no lo comprende de forma consciente- el punto estratégico de la región. Sin sospecharlo es el coprotagonista de la escena. Siendo el primero, ejerce su antigüedad de forma calmada y ostensible, solamente interrumpido por el arribo del segundo personaje; el opositor.
Este es un ejemplar competitivo y arrogante cuyo único objetivo es vigilar las acciones del primero por el solo placer de criticarlas, planear correcciones en silencio, asumir el error del otro y no tomar acción alguna para mejorarlo. Perfeccionista abstracto, constituye el constante recuerdo del que no tiene el poder. El primero y el segundo no cruzan sus miradas. De todas formas, el último buscará los ojos susceptibles de ser importunados del líder de turno, que fija los suyos en el exterior, quizás, por el liderazgo finito que ejerce.
El tercer participante es a la vez misterioso y transparente. Un ejemplar silencioso, paciente y observador. Inteligente, conoce a la perfección la coreografía impuesta. Capaz de adaptarse es el camaleón de la escena. Caballero correcto, es difícilmente criticable. Como actor social en boga, ocupa el asiento del pasillo al lado del que manda. Se podría decir, tal vez, que es el oportunista perfecto. Tácito, encubierto por una mal valorada periferia, goza la visión del primero, la ignorancia por parte del segundo y el desinterés del cuarto. Es un competidor acérrimo y sigiloso que, sin ansias, espera con la tranquilidad del que sabe triunfar. Tarde o temprano será él, y nadie más, quien tome las decisiones.
El cuarto actor no tiene mayor interés tanto para los anteriores como para nosotros, y pasará desapercibido. No comprende los sutiles movimientos del poder ni se preocupa por ello. Solo ve una oportunidad que tampoco entiende como tal, ya que bien podría ocupar o no el lugar que tiene reservado en este juego. Su voluntad, y solo ella, transita por la senda periférica. Lo demás no es su problema, ya que no es tal; un tren es un tren y un asiento es simplemente ello. De esa manera camina su camino. Volátil, efímero, ausente.
Finalmente, y antes de levantar el telón, debemos comentar algunas cuestiones sobre la protagonista indiscutible de la noche. La cortina de la ventana, que lejos de ser una mera artimaña en pro de los amantes de la media luz, es el mecanismo; la herramienta del poder. El anillo de sello. La corona. El cetro. Simple y dotada de microperforaciones, se deslizará suavemente hacia abajo al recibir la certera presión de la mano correcta. Inocente, Desdémona cumplirá con su fatídico papel.
Recordemos, una vez más, la situación planteada. Cuatro asientos en un tren. Un pasillo, una ventana, una cortina deslizable y cuatro homíneos, aunque sabemos podrían ser tres.
Una vez los asientos se calientan por transmisión directa de la temperatura corporal, los hechos se suceden sin freno. Indefectiblemente, cada actor recitará sus palabras mudas y seguirá todos y cada uno de los pasos que el coreógrafo, cultura, ha preestablecido. El destino, como la dirección del tiempo, no será burlado. El final se acerca, triste, para recomenzaren otro viaje en el cual el mecanismo de poder se perpetuará, reproducirá, practicará. Otro viaje donde el poder será validado, comprendido y aceptado una vez más.
Es el primero quien avanza. Realizando un gesto harto conocido y entendido como incomodidad, mira hacia afuera, estudia el paisaje, busca el reflejo de luz más cercano y cierra los ojos. El opositor comprende la señal y goza su momento de gloria. Los cinco minutos de fama finalmente han llegado. Luego de horas, días, meses, sus movimientos cambiarán la historia (según sus palabras, claro).
En cambio, él no sabe ni le corresponde hacerlo, que su rol no es cambiar nada. Debería, antes, estudiar la escena. Analizarla. En su constante e inconsistente oposición yace su derrota; doomed to fail. Su mirada inquisidora grita y busca la del primero, que conociendo sus líneas, es esquiva y no se deja encontrar.
Hasta el momento, el tercero no se ha movido. Permaneció inalterado, como si los calientes bailes a su lado no pudieran perturbarle. No realiza gesto alguno. Actor innato, vislumbra su pronta victoria.
El turno vuelve a llamar al poderoso, que como ha anunciado, juega sus cartas. Alza la mano, la dirige hacia la cortina y la desciende por completo. Sin referéndum, la comunidad es privada de luz o paisaje. El poder ha decidido de forma unánime.
La película expone sus últimos segundos que, como siempre, son escasos y llenos de arte.
El opositor se mueve incómodo permaneciendo, siempre, en su sitio. Compone el más variado conjunto de gestos dirigidos a desaprobar el descenso de la cortina. No por ser amante de la luz se molesta. Tampoco vela el paisaje que ha perdido. Simplemente, el primero no tiene derecho de hacerlo. La ventana es de ambos.
El libro indica el turno del tercero, que sonríe de forma visible. Pronto él portará ese derecho (que sabe bien de la comunidad entera).
Por fin ocurre el desenlace. El primero se levanta súbitamente y se baja del tren. El segundo lo observa indignado como el perdedor que es dejado huérfano por su compañero de juego. Sabe que ha perdido y que deberá esperar hasta la próxima vez.
El oportunista, ubicado tal vez en el lugar más favorable, casi con la visión del primero y sin la atención del segundo, baila su danza. Simple y calculada. Se levanta y coloca la banda cruzada. Ocupa el lugar del poder, que ejerce de forma consciente, sostenida y autoritaria por el resto del viaje.

jueves, 11 de marzo de 2010

El descubrimiento de Europa: capítulo 2 (laberintos)

Como siempre, esta colección de palabras no es la o las que pretendió ser. Desde el título en adelante, esta edición virtual debió ser otra. Sin embargo, aunque repita una y otra vez la misma frase, deberán disculparme y dejar que los obligue a leer sin un orden lógico establecido. Más bien un desorden ilógico, una suerte de inconsciente literario. Por lo tanto, comencemos con lo que nos toca hoy.
Tal vez me siento como Ícaro en un laberinto fabricado con estas mismas palabras que ahora leen. Palabras que me camuflan, me encierran a la vez que acompañan en este camino que ando. Calzado y descalzo, al tiempo que con pasos largos, firmes y continuos.
Es este laberinto, literario, del cual, como Ícaro del minotauro, escapo con algunas construcciones aladas que prometen, de vez en cuando, conducirme a la verdad. ¿La verdad? ¿Mi verdad? ¿La verdad literaria?
Igual es otro laberinto el cielo por el que vuelo. Igual caigo a un mar de frases incoherentes.
Mar del cual vengo.
Sueño frustrado.
Quizás no.
Mi mano vuelve a regocijarse y escribe, junto al bolígrafo de turno, otro laberinto.
Más tarde, cuando el café que me espera -aún caliente- se enfríe y endulce, aparecerá un otro, nuevo, minotauro. Una espiral elíptica, si aquello existe, que me mantendrá latente durante algunas puestas de sol mediterráneo. Minotauro, súper-yo, que intentará -con medallas, ocasionalmente- disipar a la musa; apagar las velas del éxito. Velas que por su propia esencia, se extinguen paulatinamente al quemar de forma sostenida, para quedar muertas en la obscuridad nocturna.
Prosa malvada y reprochable que reaparecerá alguna noche de vigilia, indecente e infinita, de la mano de la mujer que camina junto a mí. Deseará, entonces, recobrar el tiempo olvidado por la tinta. Reproducirá la lujuria obscena sobre el blanco y cuadriculado papel, haciendo notar la ausencia previa. El perfume que otrora ostentara.
Y es de esta forma, cónica, circular, poligonal. Geometría ya perdida en los pasillos del bachillerato. De esta forma paso los mediodías y las tardes en este suelo. Mediterráneo y con acento a oliva.
Son las entradas y salidas del laberinto las que condimentan este mito, que como un móvil, muestra diferentes caras y figuras más allá de sus ataduras permanentes. Ataduras que le otorgan la condición de móvil. Lo hacen, incluso, danzar en el espacio.
El café endulzado espera su breve final. Lo remuevo una vez más.
Cada tanto cae una hoja, verde y muerta, por encima de estas palabras.