martes, 13 de julio de 2010

Dentros

Impass.

Calmo. Pienso.
Capturo el silencio
lo engullo y lo escupo
para que me envuelva.
Para encontrarme como
este papel blanco que
sostengo.
Como una escultura
de mármol
sobre mármol
sobre mármol
Dentro de un friso de algún panel de aquel edificio de la esquina.
Como una caja dentro de un armario dentro de una caja en algún cuadro que cuelga de tu pared

lila

La del baño o la cocina.
Cimientos fuertes, han dicho.

Asiento.

Retorno.

Horas

El cuarzo, movimiento imperceptible
indica las cuatro.
Sólo tú sabes si es la siesta o la noche
lo que ya se acaba.
Acaso la sangre.

Ella

A Lú, Barcelona 2004.

Como un remolino azabache, rizado
y turbulento llega ella,
ojos morenos e incisivos.
Como si la tristeza se reuniera
para celebrar su último día.
Como si el día y la noche convivieran
en la misma hora final.
Ella pasa sonora y cautivante.
Transita deslumbrada por las realidades
que aborta este mundo.
Ella sufre este cinismo al lado del horno
mientras ya se huele el pan a medio hacer.
Colección de palabras que aunque articuladas,
no demuestran sentido alguno en este contexto.
Quizás la conjetura desentierre este féretro.
Quizás el tiempo otorgue, generoso, la pieza
que resuelva este acertijo.
Quizás ella se dé cuenta que su reflejo le pertenece.
Quizás pueda apropiarse de esa belleza que transpira.
Quizás pueda sintetizar un prado florido en ese
paisaje gris y desértico que llama mundo.

Agosto

París, agosto 2004.

Duele la sangre.
El blanco de tus ojos mirando todos los ojos.
El grito de tu boca que se transforma en canto.
Otros gritos.
Duele la sangre.
El tacto de tu piel en todas las pieles.
El olor de tu cuerpo que se convierte en perfume.
Otros perfumes.
Duele, ¡Ay! Duele la sangre.
El color de tu sangre, roja sangre, que corre por tus venas.
Todas las venas.
Todo el dolor.
Toda la sangre.

El descubrimiento de Europa: final (triple final)

Y es que esta historia no tiene un solo final. Es quizás uno de esos viajes que no terminan; que continúan en tiempos y realidades diferentes. Ajenas a la comprensión lineal.

Tres de esas realidades serán expuestas en esta ocasión [y sepan disculpar la molestia, pues van a leer varias veces lo mismo. Y aunque fuera el mismo texto, palabra por palabra. Frase por frase, nunca es el mismo texto. Y tampoco este será igual cada vez. Un poco, tal vez. Pero no lo suficiente para perderse en el hastío. Aunque fuera por el solo placer del juego. De darse cuenta qué es igual y qué no. Aunque la curiosidad se adueñara de la voluntad y fuera ella quien comandara la lectura. Una búsqueda implacable. Carbónica.

El telón se eleva].

Y aquí, desde Flores, lo cual implica –en muchos aspectos- un nuevo viaje, continúa esta historia para llegar a su fin. Deseado, esperado, soñado final. Y sin embargo, se encuentra ausente el sabor dulce de la culminación. Quizás no sea, en otros muchos aspectos, el final de esta historia que comenzara meses atrás en otro cielo, distinto a este y al que dejo luego de tanto tiempo. Son, tal vez, estos nuevos ruidos, colores, humores, los que dan el último párrafo a este texto; para abrir un otro párrafo, sin sentido todavía. Sin personajes claros o coherencia.
Y como siempre, hay muchos lugares y muchos personajes en un mismo espacio. Un universo lleno de textos posibles con voces diversas que concurren y tocan a mi puerta que varía de número y barrio. Y claro que Ulises volvió cambiado. Aunque volver no es posible cuando se transitan ciertos viajes. Ocultos y ajenos a la realidad que ahora comparto con el monitor desierto de ideas de ese entonces. Como si quisiera rescatar [me] en ese momento. Recuperar ese psiquismo viejomundista y a la vez nuevo y moderno. Un nuevo cuerpo, un nuevo paisaje que va y viene en un baile dulce y de antaño.
Hasta el lenguaje me acuerdo, vocabulario que otrora formó parte de mi universo. Imperativo que retorna a mi cotidianeidad de encierro voluntario. Preso.
Retomo una vez más el texto. La idea, el intento. De registrar un final para este último encuentro. Porque no todos los tiempos fueron buenos. Porque en la memoria todo crece y se torna bello.
¿Cómo darle un final a esta no-historia? Si hasta la melodía es diferente ahora. Nuevamente el tiempo. Quizás sería interesante [muy] tratar el tiempo.
Ya aquí, en la urbe abandonada, evalúo el tema del tiempo. Tal vez avenidas tan angostas enfrenten a la población con la inevitable escena del encuentro. Del careo. Del incómodo momento. La pregunta, la respuesta. ¿Qué tal el tiempo? ¿Lloverá este otoño-inverno? Y los interlocutores se sienten cómodos como los amantes que ya saben cono encarar el beso. Para qué lado dirigir las narices heladas por el frío. Y sonríen tranquilos porque hay tema de conversación. Encuentro. Y siempre hay un final esperanzador que desea un futuro seco y templado para que el campo no sufra y la ciudad continúe su ritmo vertiginoso y luminoso. El tiempo-clima, siempre presente en las realidades compartidas de los transeúntes.
De todas formas, no trataremos esto.
Encaremos el cierre. El tiempo. Como el humo de un cigarrillo a medio fumar, el tiempo se desvanece en este interlineado. El tiempo que se aleja y que pasa para dejar sitio a lo nuevo. Que demora en aparecer. Parto demorado, que se hace desear.
Y por supuesto, Ulises, que volvió cambiado y no reconocido por el espejo, que ya no vio los mismos gestos. Otra piel. Perfume. Imaginado perfil que asoma de costado sin permiso. Otro rostro. Otro diálogo.
Y el cambio impide el regreso al texto. Elaborado y viejo.
Ulises volvió cambiado. Y perdió su imagen y su historia para obtener la mística nueva historia que acontece. Fresca y diferente en otras líneas negras. Con otros títulos. Lectores, discursos. Textos.

Fin

Y aquí, desde Flores, lo cual implica –en muchos aspectos- un nuevo viaje, continúa esta historia para llegar a su fin. Deseado, esperado, soñado final. Y sin embargo, se encuentra ausente el sabor dulce de la culminación. Quizás no sea, en otros muchos aspectos, el final de esta historia que comenzara meses atrás en otro cielo, distinto a este y al que dejo luego de tanto tiempo. Son, tal vez, estos nuevos ruidos, colores, humores, los que dan el último párrafo a este texto; para abrir un otro párrafo, sin sentido todavía. Sin personajes claros o coherencia. Un párrafo que se continuará con otros en un sinfín de textos encadenados en primera persona.
Llueve en Flores, lejos de la cortina húmeda y continua del abril catalán. Suena en la cocina el repiqueteo del agua cayendo sobre el policarbonato, gastado y tenaz, que descansa encima mío.
Y como siempre, hay muchos lugares y muchos personajes en un mismo espacio. Un universo lleno de textos posibles con voces diversas que concurren y tocan a mi puerta que varía de número y barrio. Y claro que Ulises volvió cambiado. Aunque volver no es posible cuando se transitan ciertos viajes. Ocultos y ajenos a la realidad que ahora comparto con el monitor desierto de ideas de ese entonces. Como si quisiera rescatar [me] en ese momento. Recuperar ese psiquismo viejomundista y a la vez nuevo y moderno. Un nuevo cuerpo, un nuevo paisaje que va y viene en un baile dulce y de antaño, al compás de tambores graves y profundos.
Hasta el lenguaje me acuerdo, vocabulario que otrora formó parte de mi universo. Poesía imperativa que retorna a mi cotidianeidad de encierro voluntario. Preso. Que pierde la prosa dulce y sedosa. Miel seductora.
Retomo una vez más el texto. La idea, el intento. De registrar un final para este último encuentro. Y conmueve la distancia al texto, aquel texto. Coincidiendo con nuevos deseos resurgidos. Viajes. Desencuentros. Como si la escena que veo no alcanzara y, entonces. Uno puede cambiarla, subir al escenario y modelar la obra. Dramaturgia. Puede cambiar los cuerpos, las miradas, los textos. Y volver a empezar. De nuevo. Y bajas dialéctico. Y te sientas. Y vemos la nueva obra. Y pienso.
Y como darle un cierre a la historia. Cuál es el fin de una historia. En definitiva, es solo la historia la que habla por sí misma. Y no porque en un ataque de insomnio haya intentado conversar sobre la actualidad con la pantalla de cristal que me enfrenta. Y objetivo no hay, [claro].
Encaremos, finalmente [fin al mente], el cierre.
Como el humo de un cigarrillo a medio fumar, el tiempo se desvanece en este interlineado. El tiempo que se aleja y que pasa para dejar sitio a lo nuevo. Que demora en surgir.
Y por supuesto, Ulises, que volvió cambiado y no reconocido por el espejo, que ya no vio los mismos gestos. Otra piel. Perfume. Imaginado perfil que asoma de costado sin permiso. Otro rostro. Otro diálogo.
Y el cambio impide el regreso al texto. Elaborado y viejo.
Ulises volvió cambiado. Y perdió su imagen y su historia para obtener la mística nueva historia que acontece. Fresca y diferente en otras líneas negras. Con otros títulos. Lectores, discursos. Textos. Fin

Y claro que Ulises volvió cambiado. Como cuando uno se reconoce frente al espejo nuevamente luego de años de aventura. Quizás fuera necesario no verse después del viaje. No ser uno mismo, no encontrar la propia esencia y permanecer anónimo hasta completar una vuelta más. Madurar esa identidad. Apropiada. Y ahí, finalmente, reconocerse en uno mismo. Repensado, analizado. Depurado.
Ahora, entonces, he vuelto; sintetizado en quien escribe estas mismas frases. Algo distinto, algo sutilmente diferente. Más sencillo luego del cóctel del éxito. Permeable a la aventura del cambio. Constante cambio revolucionario. Listo para agregar nuevas capas y recorrer una nueva vuelta. Perder la esencia. Permanecer ausente y volver. Cambiado.


Fin.

El descubrimiento de Europa: capítulo 4 (identidades)

Por supuesto que, inevitablemente, cada uno compone un cuidado y estudiado personaje en el umbral de su casa, previo al enfrentamiento con el escenario: la calle.

Cada individuo invierte diferentes recursos –tanto en cantidad como en calidad- para tan preciosa tarea. Sin ella, la realidad exterior haría añicos la interior y la delicada cinta Moebius se perdería entre los escombros de las civilizaciones ya olvidadas.
De todas formas, y sepan disculpar (nuevamente), no he introducido, todavía, el tema que habita entre estas líneas presentes y futuras.
Es cierto que estos personajes, cual disfraces venecianos, ocultan nuestro “ser”, al tiempo que lo construyen, lo demuestran. Coloridos y rimbombantes, obscuros y traicioneros. Todos son parte del mobiliario corporal. Nos acompañan y –me animo, con perdón de los aquí presentes- nos definen. Y si la dialéctica me deja, tanto nos otorgan un sentido, como sirven para ello.
En definitiva, existen en tanto que este relato los inventa como necesidad y bajo continuo de esta tarde en el Vondelpark.
Esta colección de especies vegetales variada y organizada en el estilo clásico francés (según y con la ayuda de informantes-geógrafos secretos) posee un lago interior cuya periferia se encuentra rodeada de pintorescos bancos de madera verde presentada en forma de listones amalgamados por un esqueleto de hierro. A su vez, se aprecia un camino asfaltado de usos múltiples que construye oasis intermitentes entre el lago y los asientos.
Escribo desde un banco, junto a la geógrafa secreta, tras observar que todas las actividades (acaecidas) en el camino pueden y serán resumidas en tres: ciclismo, patinaje y pedestrismo.
Como en anteriores ocasiones se deberán preguntar, no sin cuestionar mi salud mental, sobre la importancia de esta observación. Intentaré, aquí, una respuesta.
Tan peculiares personajes, individuos asiduos a la formación de sectas terroríficas deben ser desenmascarados en pro de la tranquila y cómoda observación, sin más, del paisaje desde un banco. Me explico, una simple cruzada en defensa del ocio más auténtico actuado en un parque. Una defensa a la fiaca más profunda. Una nada en sí misma.
Vamos, entonces, a describir todo lo concerniente a cada uno de estos grupos selectos y dignos de estas sentencias.

Los primeros deportistas en aparecer son los solitarios corredores, mártires consumados del espacio verde. En cuanto a la indumentaria, las piernas sudadas son casi el último bastión de piel al descubierto; ya que la ropa aparece como un elemento esencial para la actividad que se realiza. Calzas, y demás cortes en lycra (ajustada) visten los muslos desarrollados, solo acompañadas por medias y zapatillas de alta tecnología, que prestan abrigo a los pies –actores protagónicos de este acto-. El tronco es también exhibido (indirectamente de forma indirecta) a través de prendas, siempre ajustadas, de diversos formatos: despojados de mangas, largos o su opuesto, claras u obscuras, finas o gruesas. Todas mostrando la anatomía humana en pleno esplendor espléndido.
La cabeza, por su parte, ostenta variados artefactos sin interés alguno a fines de la descripción presente.
Los corredores, retomando el tema, son personajes sufridos, artífices y legítimos herederos de la tragedia griega. Llevan consigo una colección interminable de quejidos. Suspiros, tosidos, jadeos, ceños fruncidos, labios tensos y afinados son algunos pocos ejemplos. Los velocistas del parque se quejan sin descanso; no porque les produzca desagrado sino porque es el rol que les toca. El lugar que ocupan. Ellos corren como medio; excusa para expresar los resultados de su estudio del quejido, del sufrimiento más elaborado. Y para ello, corren solos. Personajes recelosos, compiten con salvaje fervor por el primer puesto. A fin de cuentas, esa es la meta. Quizás cada paso, cada gota de sudor, cada vez que se acelera un poco sean sólo herramientas para descubrir el punto justo de sufrimiento. El nivel perfecto. El boleto ganador.
Entonces, la ropa antes descripta se convierte en un arma fatal a la hora de eliminar a los contrincantes, tan necesarios como inútiles. Tetas y pectorales en movimiento son capaces de distraer y hasta de provocar sonrisas que servirán para descalificar, de forma automática, oponentes desprevenidos que ceden ante la tentación ancestral.

Los segundos, ciclistas, son los olímpicos del relato. Ellos van sobre artefactos diseñados ad hoc. Orgullosos de sentarse en el diminuto e incómodo “asiento”, resultado del arduo trabajo en colaboración de poblados grupos de científicos (sin tiempo para usarlo). Técnicos. Precisos. Austeros como el dispositivo mismo. Caños, aleaciones, cadenas, remaches, calves, ángulos, cables, piñones. Todos y cada uno un tratado de geometría, química, física, ingeniería, metalurgia, mecánica. Todos y cada uno para una bicicleta. Sin embargo, [y disculpen el exabrupto] no nos ocuparemos de la bici sino de su hospedero. El ciclista, el segundo, el olímpico. El que no sólo ostenta la maquinaria. También expone su cuerpo. No directamente, claro está, porque no corresponde a su escalafón. Su deporte. No nada. No se arroja desde las alturas hacia el agua. No rescatan gente agonizando de las fauces de Poseidón. Sólo pedalean. Claro, son ciclistas. Retomando el cuerpo y su vestidura; otro grupo de científicos trabajó en la ropa. Ajustada, brillante. Perfecta envoltura, tegumento que demuestra curvas, huecos, protuberancias. Y se sugiere un debate. ¿Fueron los ciclistas los padres o fueron ellos la progenie de la lycra y el elastano? En todo caso, se sospecha que durante la producción de dichos géneros aparecen, misteriosamente, ciclistas en tándem. Los velocipedistas no conversan ni se relacionan con los otros deportistas del parque. Forman grupos cerrados con sus congéneres adueñándose, lentamente, del terreno, del pavimento, del aire. Barrera espacial compacta. Sincicio del cual extraen oxígeno y energía cinética ajena al observador estático e ignorante. Tan ignoto como la función de estas líneas sobre un grupo de ciclistas que pedalean en círculos en el verde.

Y sí, mis queridos lectores. Seguidores fieles. Motor invisible. El conjunto de ansiedades quedará instalado para siempre. No hay tercero en esta página. No hay continuidad para este relato. Trunco. No puedo más que excusarme y culpar al tiempo y la distancia. Disipador de musas. Solvente de la memoria. Y sí, no hay más párrafos ni sentido en esta historia más que la auténtica necesidad de no declarar vacante este capítulo. Otorgarle la identidad que merece y que sirve de título. Último título.

lunes, 29 de marzo de 2010

El descubrimiento de Europa: capítulo 3 (una experiencia sobre el ejercicio del poder)

Barcelona, como polo urbano, se encuentra rodeada de una amplia periferia, con la cual se comunica a través de variados medios de transporte que no comentaremos en esta velada.
Sabadell es una ciudad de esta periferia en la que he participado de numerosos desfiles burocráticos sin conseguir, hasta el momento, trofeos ni condecoraciones.
Hoy viajamos juntos, ustedes y yo, a este centro del trámite. ¿Cómo lo haremos? Subiremos al tren que la conecta, mediante un tendido férreo, con Barcelona, desde donde partimos con el sol en el cenit. Este tren aparenta más o menos moderno. Sus parámetros estructurales, ingeniería y demás tópicos científico-técnicos son desconocidos para mí y prefiero que sigan descansando en las lejanías de mi conocimiento. Solo comentaremos algunos hechos que hacen interesante este viaje y, por supuesto, construyen la escenografía del capítulo presente.
Al abordar el tren, podemos ver una hilera de asientos dobles acomodados de a pares enfrentados de forma que cuatro pasajeros descargan sus cuerpos constituyendo un grupo, una verdadera comunidad que, sentada sobre sobrios tapizados azules, comparte un espacio central común y privado para las comunidades foráneas. Existe también un pasillo compartido por el conjunto de comunidades, en una suerte de región internacional por el cual se transita sin papeles identificatorios aunque con interrupciones sin aduana en los sitios donde se elevan las puertas de salida -y entrada, por supuesto-. En la margen interna de la hilera de butacas se hallan las ventanas, también comunes a cada sección y ajenas a las otras, vestidas con cortinas deslizables.
Como bien suponen, a medida que el tren recorre la distancia planteada, los azules vacíos comienzan a recibir el peso corporal de las personas que, como nosotros -en diferentes rangos de virtualidad-, abordan el tren. Sin embargo, y para suerte y beneficio de estas frases, esta ocupación no es anárquica sino que sigue ciertas normas preestablecidas y profundamente arraigadas en nuestra cultura. Reglas subliminales y ajenas a la decisión consciente, necesidades o gustos. Simplemente acciones automáticas y triviales en principio y esenciales, sin embargo, para poder presionar, una vez más, estas teclas tan simpáticas que nos convocan una y otra vez en aras de brindar un poco de luz a lo que acaece en nuestro entorno, y hoy, acerca del ejercicio del poder.
Me permito una pausa breve para explicar una cuestión que, en este punto del texto (incluyendo los capítulos anteriores, claro está), necesita ser aclarada para que los ánimos no decaigan. Para que la credibilidad del relato continúe intacta. Para que el humor, la ironía o el absurdo no sean fatalmente confundidos con la mentira, vil y vulgar. Estos sucesos, que ocurren en estas páginas y sus predecesoras son reales en tanto que se presentan ante la mirada del personaje sagaz que las quiera apreciar. Son la interpretación y su posterior trascripción las que otorgan los matices y laberintos que ahora leen. Dicho esto, continuaremos con lo que, en realidad, importa.
El primer par de isquiones -sabrán disculpar la deformación profesional- se apoyará, indefectiblemente, sobre el asiento del lado de la ventana, y cuyo horizonte mira en dirección al movimiento del tren. Profecía, el futuro puede ser visto, previsto y esperado. Casi un privilegio; una visión ansiada. Un pulso interior.
El segundo pasajero, previa inspección del sitio y comprensión de la situación -en la cual es, también indefectiblemente, el segundo- se ubicará en el asiento de la ventana aunque, por razones obvias, enfrentado al primero. Su punto de fuga, diametralmente opuesto al anterior y un testimonio histórico; pasado en persona. Cotejador titulado del futuro cercano. El segundo sostiene, feliz, las tijeras de la censura que vejará la dote del primero.
El tercer viajero ocupará el asiento del pasillo, al lado del primero en llegar. Paciente y educado, no utiliza demasiados movimientos para accionar su cuerpo. Cortés y observador, acompaña al primero y lo protege de la vigilancia continua del segundo que desplaza, ahora, los ojos en su dirección.
Por último, el asiento restante, el cuarto, será ocupado sin gran expectativa por cualquiera que, sin importarle en absoluto las obscuras fuerzas que lo rodean, vea en la pintoresca butaca azul una posibilidad de descanso físico.
Tenemos, finalmente, todo lo necesario para montar la escena. El ambiente, como ya dije, el tren. Los personajes, cuatro, representantes de la especie humana. Sobre ellos, aún quedan algunas frases por ser escritas.
El primer personaje, impulsivo, veloz y suspicaz, ocupa -aunque no lo comprende de forma consciente- el punto estratégico de la región. Sin sospecharlo es el coprotagonista de la escena. Siendo el primero, ejerce su antigüedad de forma calmada y ostensible, solamente interrumpido por el arribo del segundo personaje; el opositor.
Este es un ejemplar competitivo y arrogante cuyo único objetivo es vigilar las acciones del primero por el solo placer de criticarlas, planear correcciones en silencio, asumir el error del otro y no tomar acción alguna para mejorarlo. Perfeccionista abstracto, constituye el constante recuerdo del que no tiene el poder. El primero y el segundo no cruzan sus miradas. De todas formas, el último buscará los ojos susceptibles de ser importunados del líder de turno, que fija los suyos en el exterior, quizás, por el liderazgo finito que ejerce.
El tercer participante es a la vez misterioso y transparente. Un ejemplar silencioso, paciente y observador. Inteligente, conoce a la perfección la coreografía impuesta. Capaz de adaptarse es el camaleón de la escena. Caballero correcto, es difícilmente criticable. Como actor social en boga, ocupa el asiento del pasillo al lado del que manda. Se podría decir, tal vez, que es el oportunista perfecto. Tácito, encubierto por una mal valorada periferia, goza la visión del primero, la ignorancia por parte del segundo y el desinterés del cuarto. Es un competidor acérrimo y sigiloso que, sin ansias, espera con la tranquilidad del que sabe triunfar. Tarde o temprano será él, y nadie más, quien tome las decisiones.
El cuarto actor no tiene mayor interés tanto para los anteriores como para nosotros, y pasará desapercibido. No comprende los sutiles movimientos del poder ni se preocupa por ello. Solo ve una oportunidad que tampoco entiende como tal, ya que bien podría ocupar o no el lugar que tiene reservado en este juego. Su voluntad, y solo ella, transita por la senda periférica. Lo demás no es su problema, ya que no es tal; un tren es un tren y un asiento es simplemente ello. De esa manera camina su camino. Volátil, efímero, ausente.
Finalmente, y antes de levantar el telón, debemos comentar algunas cuestiones sobre la protagonista indiscutible de la noche. La cortina de la ventana, que lejos de ser una mera artimaña en pro de los amantes de la media luz, es el mecanismo; la herramienta del poder. El anillo de sello. La corona. El cetro. Simple y dotada de microperforaciones, se deslizará suavemente hacia abajo al recibir la certera presión de la mano correcta. Inocente, Desdémona cumplirá con su fatídico papel.
Recordemos, una vez más, la situación planteada. Cuatro asientos en un tren. Un pasillo, una ventana, una cortina deslizable y cuatro homíneos, aunque sabemos podrían ser tres.
Una vez los asientos se calientan por transmisión directa de la temperatura corporal, los hechos se suceden sin freno. Indefectiblemente, cada actor recitará sus palabras mudas y seguirá todos y cada uno de los pasos que el coreógrafo, cultura, ha preestablecido. El destino, como la dirección del tiempo, no será burlado. El final se acerca, triste, para recomenzaren otro viaje en el cual el mecanismo de poder se perpetuará, reproducirá, practicará. Otro viaje donde el poder será validado, comprendido y aceptado una vez más.
Es el primero quien avanza. Realizando un gesto harto conocido y entendido como incomodidad, mira hacia afuera, estudia el paisaje, busca el reflejo de luz más cercano y cierra los ojos. El opositor comprende la señal y goza su momento de gloria. Los cinco minutos de fama finalmente han llegado. Luego de horas, días, meses, sus movimientos cambiarán la historia (según sus palabras, claro).
En cambio, él no sabe ni le corresponde hacerlo, que su rol no es cambiar nada. Debería, antes, estudiar la escena. Analizarla. En su constante e inconsistente oposición yace su derrota; doomed to fail. Su mirada inquisidora grita y busca la del primero, que conociendo sus líneas, es esquiva y no se deja encontrar.
Hasta el momento, el tercero no se ha movido. Permaneció inalterado, como si los calientes bailes a su lado no pudieran perturbarle. No realiza gesto alguno. Actor innato, vislumbra su pronta victoria.
El turno vuelve a llamar al poderoso, que como ha anunciado, juega sus cartas. Alza la mano, la dirige hacia la cortina y la desciende por completo. Sin referéndum, la comunidad es privada de luz o paisaje. El poder ha decidido de forma unánime.
La película expone sus últimos segundos que, como siempre, son escasos y llenos de arte.
El opositor se mueve incómodo permaneciendo, siempre, en su sitio. Compone el más variado conjunto de gestos dirigidos a desaprobar el descenso de la cortina. No por ser amante de la luz se molesta. Tampoco vela el paisaje que ha perdido. Simplemente, el primero no tiene derecho de hacerlo. La ventana es de ambos.
El libro indica el turno del tercero, que sonríe de forma visible. Pronto él portará ese derecho (que sabe bien de la comunidad entera).
Por fin ocurre el desenlace. El primero se levanta súbitamente y se baja del tren. El segundo lo observa indignado como el perdedor que es dejado huérfano por su compañero de juego. Sabe que ha perdido y que deberá esperar hasta la próxima vez.
El oportunista, ubicado tal vez en el lugar más favorable, casi con la visión del primero y sin la atención del segundo, baila su danza. Simple y calculada. Se levanta y coloca la banda cruzada. Ocupa el lugar del poder, que ejerce de forma consciente, sostenida y autoritaria por el resto del viaje.

jueves, 11 de marzo de 2010

El descubrimiento de Europa: capítulo 2 (laberintos)

Como siempre, esta colección de palabras no es la o las que pretendió ser. Desde el título en adelante, esta edición virtual debió ser otra. Sin embargo, aunque repita una y otra vez la misma frase, deberán disculparme y dejar que los obligue a leer sin un orden lógico establecido. Más bien un desorden ilógico, una suerte de inconsciente literario. Por lo tanto, comencemos con lo que nos toca hoy.
Tal vez me siento como Ícaro en un laberinto fabricado con estas mismas palabras que ahora leen. Palabras que me camuflan, me encierran a la vez que acompañan en este camino que ando. Calzado y descalzo, al tiempo que con pasos largos, firmes y continuos.
Es este laberinto, literario, del cual, como Ícaro del minotauro, escapo con algunas construcciones aladas que prometen, de vez en cuando, conducirme a la verdad. ¿La verdad? ¿Mi verdad? ¿La verdad literaria?
Igual es otro laberinto el cielo por el que vuelo. Igual caigo a un mar de frases incoherentes.
Mar del cual vengo.
Sueño frustrado.
Quizás no.
Mi mano vuelve a regocijarse y escribe, junto al bolígrafo de turno, otro laberinto.
Más tarde, cuando el café que me espera -aún caliente- se enfríe y endulce, aparecerá un otro, nuevo, minotauro. Una espiral elíptica, si aquello existe, que me mantendrá latente durante algunas puestas de sol mediterráneo. Minotauro, súper-yo, que intentará -con medallas, ocasionalmente- disipar a la musa; apagar las velas del éxito. Velas que por su propia esencia, se extinguen paulatinamente al quemar de forma sostenida, para quedar muertas en la obscuridad nocturna.
Prosa malvada y reprochable que reaparecerá alguna noche de vigilia, indecente e infinita, de la mano de la mujer que camina junto a mí. Deseará, entonces, recobrar el tiempo olvidado por la tinta. Reproducirá la lujuria obscena sobre el blanco y cuadriculado papel, haciendo notar la ausencia previa. El perfume que otrora ostentara.
Y es de esta forma, cónica, circular, poligonal. Geometría ya perdida en los pasillos del bachillerato. De esta forma paso los mediodías y las tardes en este suelo. Mediterráneo y con acento a oliva.
Son las entradas y salidas del laberinto las que condimentan este mito, que como un móvil, muestra diferentes caras y figuras más allá de sus ataduras permanentes. Ataduras que le otorgan la condición de móvil. Lo hacen, incluso, danzar en el espacio.
El café endulzado espera su breve final. Lo remuevo una vez más.
Cada tanto cae una hoja, verde y muerta, por encima de estas palabras.

domingo, 21 de febrero de 2010

El interrogatorio

Y es en la intimidad de la oscuridad en la que se forman las imágenes de las que hablé hace algún tiempo.

Tres personas, hombres, sentados formando un triángulo. Es invierno y llueve. Frío, mucho frío, que dificulta el fluir del pensamiento. Los tres están reunidos para resolver un asesinato. El sospechoso, el inspector y el ayudante. El primero, con la barba crecida, despeinado, y ansioso por repetir el cognac de las noches heladas en su bohardilla del centro de la ciudad. Ya golpeado, no tiene miedo del dolor futuro. La locura, su nueva amiga y aliada, lo obliga a cantar melodías francesas en un dos por cuatro que irrita al inspector. El segundo. Serio, implacable, vestido de negro con un saco cruzado de paño que recuerda el viejo sobretodo que colgaba dentro del placard. El seño fruncido descubre los ojos negros penetrantes y audaces. El fuego del hogar, amarillo, vivo, se refleja en las negras pupilas del inspector. Pregunta, insiste, golpea con órdenes fatídicas y veloces. Casi sin pensar, sin saber lo que pregunta, lo que quiere saber, lo que está implícito. Cuestiona la integridad del primero, que se desarma ante la mirada del segundo y busca los ojos del tercero. El ayudante observa en silencio. Pareciera que siente lástima por el interrogado, el primero, el que sufre, el que sangra. No emite palabra, no hace más que sostener de forma tácita la mano del primero mientras golpea con la fuerza del segundo. En la calle se oye la lluvia sobre los tejados de arcilla, algún perro ladrando, alguna risa.

Imágenes

I




Hoy compré un espejo

y lo llevé, cuidadosamente,

a un cuarto blanco que vengo

llenando, hace algún tiempo,

con cosas mías.

Entro al cuarto y me encuentro

rodeado.

Rodeado por mí mismo.

Me acerco a las fotos.

Me veo y no logro encontrarme.

Las tiro. Todas. Hasta que se destruyen

en el suelo.

Paredes.

Vidrio.

Los libros. Leo. Me busco en cada frase.

No puedo. No estoy.

Arranco hoja por hoja.

El cuarto se llena de papeles sin sentido.

Sigo ausente.

El turno de los discos. Escucho algunos

hasta que también los desintegro.

Me detengo un instante.

Observo el caos. Mi caos.

Quieto.

Contemplo.

Entonces se me ocurre buscar en el cuerpo.



Me saco los zapatos y las medias.

Los pantalones.

Me miro las piernas,

acaricio mis pelos.

No veo.

Me desabrocho la camisa,

miro mi pecho.

No veo.

Me quito los calzoncillos.

Desnudo con anteojos. Los aplasto contra el suelo.

Me corto la planta de los pies y miro las uñas.

Sangre.

Toco la sangre con las manos y las apoyo sobre la pared.

Mis huellas digitales.

Intento reconocerme en ellas.

No puedo. No soy mis huellas.

Me reconocen pero no las soy.

Doy otro paso.

Me arranco las uñas de los pies y de las manos.

Duele. No importa.

No llego.

Tiro de la piel y la desprendo. Toda.

Quedo al aire. Carne viva. Músculos.

¿Soy eso? No. Sigo.

Más músculos. Los arranco poco a poco. Los diseco. Los tiro.

Arterias,

                     venas,

                                                  nervios.

Arranco los nervios. El dolor ya no es.

Escarbo hacia dentro.

Los órganos laten salvajes.

Decido que ya no sirven. Los mato.

Llego a los huesos.



El cuerpo. Mi cuerpo destrozado yace en el cuarto.

Me siento en el suelo

rodeado del caos de mi cuerpo.

me percato; sigo estando.

No soy mi cuerpo.











II









Silencio.











III



Como dos espejos enfrentados

yo estoy todavía armado y entero,

con ello que no entiendo, no controlo.

Ello que está disperso por todo el cuarto.

No soy lo que soy,

soy lo que no soy.

O viceversa.

Quizás solo exista en estas líneas.

Abstractas.

Adentro, solo, no estoy.

Yo ya no estoy.

La cinta se rompió.









IV









No.







V



Mi existencia neurótica

ya no es creíble,

se destruye.

Casi (no) queda nada



VI



Soy y no soy.

Palabra y letra.

Palabra escrita.



VII



Obscuro.



VIII



Afuera.











IX



Al salir del cuarto cierro la puerta.



(Buenos Aires, algún momento entre los años 1996 y 1999)

sábado, 20 de febrero de 2010

El descubrimiento de Europa: capítulo 1 (palomas)

Aunque he intentado conservar algún orden lógico, no lo he logrado. Hemos de culpar a la mirada, chismosa e indiscreta, que se escurre por rutas misteriosas. Esta vez, las palomas. Y a pesar que el tema que nos ocupará esta pantalla blanquecina no presenta mayor interés, no haremos honor a los prejuicios y nos dedicaremos a dialogar (en un relativo monólogo) sobre las palomas catalanas.


Comencemos por el principio, la denominación. Si bien la taxonomía les ha otorgado diversos y variados nombres técnicos, y el respetable Darwin, Charles, ha dedicado una importante -y en mi opinión, agotadora- sección en "El origen de las especies", el vulgo, o sea nosotros (sin ánimos de ofender ningún intelecto amante de la biología de las aves) hemos consensuado en llamarlas palomas. Este hecho, no despojado de importancia, ha ocupado, seguramente, un tiempo considerable en la historia de la humanidad.

Otro suceso de capital importancia es la constitución de las moles urbanas y la masificación de la vida en ellas. Reflexionemos acerca de los monumentos y esculturas varias y no tardaremos en considerarlos templos dedicados a celebrar un poli-monoteismo avícola. Preparemos un té, sin hervir el agua, y observemos a través de la ventana más cercana. ¿Qué vemos? Una respuesta rápida podría ser: una ciudad. Pues no, nos hemos equivocado. Vemos el hogar de estos singulares pajarillos del cual hace ya muchas lunas se han apropiado.

Volvamos, y sepan disculpar la verborragia que parece ha de dominar este capítulo.

Nombre popular: palomas.

Si me permitís (segunda persona del plural académico...) preferiría -hecho que como bien saben disfruto sobremanera- intentar modificar el nombre de estas aves. De otra forma, esta disparatada y absurda colección de sílabas carecería del despreciable (en el sentido estrictamente físico) sentido (valga la redundancia en el redundante sentido coloquial) que posee. Pausa de cinco minutos para leer y re-leer esta última frase...

Un paréntesis; una llamada; una nota al pie de página. Es inevitable no desconcentrarme con el sonido agudo y doloroso de la tos de la señora, de unos setenta y pocos años, que me enfrenta en la mesa del bar donde escribo. Ella tose con la complicidad de sus desgastadas cuerdas vocales, que aprovechan para jugar a la soprano, mientras todos nosotros, asiduos del café, reímos, también cómplices, a escondidas de su tabaquista garganta.

Volvamos. Una vez más, volvamos. Si, las palomas y mi propuesta para renombrarlas.

Tengo tres posibles soluciones basadas, cada una de ellas, en tres particulares y ridículas anécdotas.

Los personajes. Las aves; grises, chuecas, repetitivas hasta el hartazgo al emitir esos espantosos sonidos guturales (quizás comunicadores de una libido despertada por la primavera) comparables, únicamente, al lamento de una cafetera eléctrica (relativamente gastada) que se desprende de las últimas gotas de café quemado. Animales poco simpáticos, en principio, y carentes de aceptación -me atrevería- universal.

[Nuevamente la tos]

En segundo lugar, mencionaremos a las personas; una parte de nosotros... He de evitar el término humanos por necesidad literaria para el futuro. De todas formas, no perderemos valioso tiempo en este tema harto conocido por todos.

En tercer lugar, la comida de las aves. Esta ocurrencia resulta la más compleja a la hora de la descripción. ¿Qué comen las palomas?

Olvidando el discurso de los ascetas del estudio gastronómico de las palomas catalanas, trataré de ilustrar un original menú que paso a describir.

Aparecen en las orillas de mi memoria un conjunto de semillas, migas de todas las proveniencias imaginables y basura en diferentes grados de descomposición. Recuerdo, también, las deseadas y esperadas demostraciones de olvido o, quizás, cariño humano hacia los alados; la comida en las mesas de la vereda.

Uno asiste a estos templos callejeros de la primavera-verano con la presencia indiscreta de aves y mamíferos varios; a saber: gatos, perros y hasta mapaches (en algún zoológico ilógico).

En definitiva, al concierto del almuerzo, cena o vermut (picada abundante con aperitivo Gancia, Conzano o la simplona cerveza recalentada en el trayecto hacia la platea), no llegamos sino de la mano de animales deseosos de compartir con nosotros alguna pieza (y no exactamente musical).

Por lo tanto, el menú, olvidado ya entre los vericuetos de la descripción, consta de basurillas, piedritas, tierra, alimento balanceado, migas, pan, pizza, mostacholes, fideos con tuco, asado de tira, solomillo de cerdo con papas rosti, y por qué no, fondue de chocolate con frutas de estación.

Claro está que los comensales no acuden a cualquier presentación sino a las galas, a las cuales sus domesticados paladares se han acostumbrado ya hace algunas progenies mendelianas.

Ustedes podrán cuestionar y demandar el objetivo de esta sección culinaria. Cuál es la importancia de monologar sobre el tema. Ninguna. Es el propio placer de deslizar este bolígrafo sobre el papel y verlo transformado en estas luces que tipeo, el que me obliga a aburrirlos y agobiarlos con este tópico.

Finalicemos entonces con las tres propuestas a fines de renombrar a las avecillas.

El primer acto, propio de un escrito del señor Süskind, ocurre en un soleado boulevard de Barcelona durante las últimas horas de sol de una tarde, todavía, invernal. Voy caminando hacia el departamento, donde mis pocas cosas aguardan un cordial vistazo para comprobar si aún existen (cuestiones de la archiconocidadistancia).

El boulevard se encuentra enmarcado dentro de una más que agradable hilera de vidrieras (o escaparates) que atraen mi mirada de vez en cuando (admito que más de vez que de en cuando).

El sol se acaricia las copas de los altos árboles y crea junto a ellos una hermosa fila india que divide la acera en una margen oriental y otra occidental. Camino por la margen occidental por no portar visado para la otra...

De repente, mi tácito y abstracto consumismo se esfuma mientras el aire se satura de un terror fantaseado; una imagen dantesca ocupa la totalidad de la pantalla. Una paloma (cuerpo B) se interpone en el curso de un ciclista (cuerpo A). Para ilustrar tal fotograma recurro a los archivados conocimientos de física... Imaginemos que el cuerpo A se desplaza con un movimiento uniformemente rectilíneo hacia el norte del escenario. El cuerpo B, lo hace exactamente de la misma forma pero el el sentido opuesto; ciento ochenta grados. El conocido sur que justifica todo norte.

Han de suponer que, dependiendo de la velocidad (¡relativa!) de cada cuerpo, en algún punto del trayecto (plausible de ser calculado) ambos cuerpos no tendrán más opciones que colisionar trágicamente.

Si esto fuera una clase, el docente esperaría una pregunta: ¿Y la altura a la cual se desplaza cada cuerpo? ya que las palomas vuelan... Respuesta: el ave vuela a la altura del tórax, incurvado hacia adelante, del ciclista.

En aras de simplificar con fines didácticos, el suceso fue evitado sino por una brusca maniobra de giro hacia el occidente, por donde yo paseaba, del cuerpo A. Un deus ex machina que otorga la denominación de avesinas a las palomas asesinas.


El segundo evento ocurre en una tarde primaveral que acompaña un almuerzo retrasado en la vereda de un restaurante uruguayo a pocas calles de la afamada Sagrada Familia (de la cual ya hablaré en otra ocasión).

Nos disponemos a comer, Luciana y yo, un sandwich de jamón y queso, una tortilla de papas a la francesa y una hamburguesa completa. Las bebidas no otorgan condimento alguno a este relato y serán deliberadamente obviadas.

En el correr de los minutos no acude Mirtha sino una paloma...

Chueca, la emplumada avanza hasta perderse entre las patas de las sillas, que le configuran un auténtico partenón privado. Casi sin querer, y ya en tratativas para editar este relato, desvío la mirada hacia el suelo, donde advierto que ni el can más dócil hubiera lanzado miradas como las que el ave nos obsequiaba para lograr engullir alguna miga.

Por supuesto que no hubo gesto de amabilidad alguno, en ese instante, y fue el pico contra el suelo lo único que aseguró la nutrición enteral del animal.

Lo curioso fue la danza, el ritmo que distinguió el hecho; Hasta parecía que la paloma iba a ladrar en cualquier momento... hecho que les otorga la denominación de palóperras.


Finalmente arribamos al tercer y último unitario de la tarde. Sin embargo, dada la elocuencia de este capítulo que, más allá de la ya mencionada verborragia, podría constituir una polirragia o una metapoliverborragia y demás neoilogismos, dejo en vuestra imaginación -que espero creativa y alocada- la creación de terceros y más episodios en los cuales estas aves singulares, espantosas y no comestibles sean protagonistas indiscutibles. Les confío una preciada tarea; escribir las páginas de la convivencia entre personas y aves en los anales de la historia. Los invito a proponer nombres para estos animales que, por ahora, continuaremos llamando


                         palomas.

domingo, 14 de febrero de 2010

Miradas

Tiempo

Engaños, desilusiones.

Táctica para eludir [los]

Un paso más adelante

Verme en el espejo.

Verme

Atrás en el tiempo.

Espejo

Encontrar similares palabras

Solo. Viejo.

La firma de unos papeles

Ella se encuentra sentada en un sillón de madera barnizada y tapizado en cuero bermellón con apliques dorados.


Él, también sentado, aparece cerca de ella, aunque separado brevemente por una mesa circular con tapa de mármol jaspeado verde y marfil, sobre la cual yacen algunos papeles. Desde la distancia, semejan documentos, fotocopias, reglamentos y disposiciones legales.

El ruido ambiental abunda en el gran salón sobre la avenida. Es mediodía de un otoño templado entre semana.

Ella sostiene un folio transparente con más papeles dentro. Él sostiene, con la única mano que sobresale del traje a rayas de corderoy, una pluma plateada y aparentemente costosa. La mano y la cabeza calva, y una nuca arrugada por el tiempo y sucesivas exposiciones al sol son la única demostración de su condición de ser humano.

Ella, maquillada para la situación, viste casual, con chaqueta marrón o bordó abierta al medio. Debajo se aprecia una camisa blanca de transparencia a la vez sutil, sugestiva y sensual. El pelo bien peinado y lacio corona su imagen. Se aprecia su boca danzar en un diálogo ininteligible, que luego se sabría inútil para que su amor ingresara al país.

Ella saca papeles, uno tras otro. Llenos de sellos y timbrados. Identidades que él, incómodo, revisa sin entusiasmo. Baja la mirada, ella, hundiéndose en sus pensamientos e ilusiones. El calvo se mueve.

Ella levanta la mirada como si buscara su complicidad. Aprobación. Él niega con un gesto, ahora, entusiasmado. Algo no sirve. Un documento tan bermellón como el tapizado se precipita sobre la mesa.

Ella, entonces, realiza su ardid. En solo un instante, y oculto a la lentitud del calvo, un movimiento descubre su angustia. Decepción. Desesperación.

Inmediatamente modifica la fisonomía de su rostro para dejar ver sus perfectos dientes nacarados. Control. Contrae los maseteros, entrecierra los ojos y mueve los cabellos rectos de color miel.

El calvo no es ajeno al rubor reciente de su mejilla, la de ella, y retoma el documento. La negociación tácita tuerce bruscamente el rumbo.

Un teléfono móvil se abre e intenta sortear lo inevitable. Inminente.

El calvo gesticula nervioso liberando la otra mano, que ahora busca la previa. Levanta la mirada sin dejar de observar, detenidamente, la camisa blanca, casualmente más visible tras la remoción de la chaqueta.

Ella sigue sonriendo, mientras acaricia el cuello, suavemente, hasta que el perfume de mediano costo se deja apreciar por el calvo. Sugestión. Se violenta. Sonríe y adelanta el mentón al hacerlo, otorgándole mayor complicidad al gesto. Él arrastra su mano izquierda por debajo de la mesa.

El salón continúa ruidoso y poco atento a la escena. Más y más papeles mientras la sonrisa se tensa.

La mano izquierda, de él, se detiene en la rodilla derecha, de ella. Extiende el cuello, él, y deja que su perfil bronceado se insinúe. Ella lo observa atentamente, con desconfianza, mientras las mejillas otrora rosadas empalidecen los el flujo adrenérgico.

La mano derecha prepara la pluma y la acerca a uno de los papeles. Firma con seguridad.

La mano izquierda prosigue su paseo muslo arriba, mientras una lágrima de amor desciende por un pómulo pálido y aún tenso por la risa.

El descubrimiento de europa: introducción

Aquí, desde la distancia, comienza este relato en secciones que, aunque individuales, tienen el hilo conductor de la novedad, el descubrimiento, la introspección; la digestión de esta ciudad y la vida en ella. Una luz tenue, de unos cuarenta Watts que se pierde en los recovecos de una habitación con nuevos muebles y cuadros recién colgados. Una bombilla tímida que se deja violar por las miradas indiscretas que observan, sin problema alguno, los electrones que bailan descarados sobre el filamento de tungsteno.


La ciudad, si, la ciudad; volvamos... Una ciudad cargada de recuerdos y expectativas, de color y molduras, donde el viejo mundo muestra su rostro modernista y la proyecta hacia al mar -ese ansiado mar- esperando que arribe a algún puerto lejano y ajeno.

Esta historia que nos ocupa transcurre a cinco horas de distancia de ustedes (o la mayoría de ustedes...). Como si la distancia pudiera medirse en horas, días, meses... Como si estas horas, que nos impiden compartir un atardecer o el eclipse de la otra noche pudieran representar todo lo que nos aleja; todos esos kilómetros que, aunque tácitos y abstractos, blasfeman esta distancia.

Haciendo un breve (o no tanto...) paréntesis, me permito reflexionar acerca de tal palabra: distancia. Quizás sea la deformación profesional la que me obliga a asumir el prefijo "dis" como molestia, disconfort. Mediante una simple operación matemática nos quedaría "tancia". Sin embargo, preferiría convertirla en "estancia" para poder continuar con esta reflexión (que aunque aburra a más de uno, me resultó curiosa, interesante y, vamos, ¡es parte de este relato!). Se podría entender, por lo tanto, que esta distancia y la estancia en este sitio distante (que embrollo...) implica un pasar incómodo, doloroso, angustiante (¿se les ocurre alguna palabra más punzante?). Incurriríamos, entonces, en un grave error (así de categórico...). Es cierto, de todas formas, que esta distancia -en tanto que una mera recopilación de unidades de medida que todos nosotros acordamos y consensuamos en denominar kilómetros o millas- angustia y hasta duele. Este hecho, igualmente, no presume la continuidad en el tiempo de estos sentimientos. Más bien lo contrario; una fluctuación permanente. Una paradoja. Una revolución (permanente...). Cerremos el paréntesis y retornemos, finalmente, a lo que nos convoca este momento en el que ustedes viven (como diría Cortázar) mi pasado y yo su futuro, casi inmediato, frente a este ordenador (el suyo o el que sea...).

Es a ustedes, amantes del fósforo, transnochadores, adoradores de esas pantallas que expresan estas mismas palabras que ahora (o hace algunos días, para ser riguroso) escribo en tinta negra, a quienes dirijo y dedico este texto (lleno de paréntesis, comas, puntos y comas, puntos y demas distractores de la lectura...). Introducción primigesta de esta historia que ya lleva algo más de dos meses. Texto que, aunque todavía parezca vacío, superfluo y hasta incoherente, se encuentra impregnado de este tiempo que ha pasado. De este nuevo cielo que me guiña el ojo. De las gentes que caminan estas calles. Es este perfume extraño el que intentaré transmitir en estos y los futuros renglones. Este sabor, que reemplaza el otrora conocido para mi paladar porteño.

Por último, debo retirarme por algunos días. Debo dejarlos con la intriga, la ansiedad, las ganas de saber qué dirá la borra del café. Ya veremos, juntos, qué nube acercará el viento y qué dice el informe meteorológico para la próxima entrega -que no se hará esperar tanto como esta-

Punto y aparte...

sábado, 9 de enero de 2010

El Abrazo

Me gusta cuando te sentás
encima y me apoyo en tu cuerpo.
Mi cabeza inclinada y el calor de tus pechos.
La mejilla derecha, la nariz despierta.
Los ojos cerrados, el silencio reina.
Me gusta apoyar la cara en tu pecho.
Mientras escucho la percusión y siento tu cuerpo.
El olor de tu axila
Agrio, ácido, dulce y tus pechos.
Siento la percusión y me siento despierto.
Los ojos cerrados, tu aroma, tu cuerpo.
Te sentás encima y me despierto.

Caminos

I


Como siempre, lo inesperado.
Te pierdes y luego das tres vueltas
a la esquina y te vuelves a encontrar.
Sin embargo, ya no [eres el mismo],
ya buscas otra cosa.
Algo nuevo, algo viejo.
Todo.
Nada.




II

Y llega un momento en el
que la calle que andas te cambia.
Lo que hace tan solo un instante
observabas como alejándose,
ahora lo percibes acercándose.
Ya no recuerdas el lugar del cual te alejas,
caminas una calle que te lleva hacia algún nuevo mundo.
Y la misma calle cambia.
Y es esa sensación de cambio de rumbo, vertiginosa,
que huele tan bien en la,
tu,
cocina.


















Barcelona 16-3-04

Encuentros

Lento y frugal, nos convoca hoy una nueva e increíble -o quizás no tanto- historia. Móvil. Dócil. Concurrida. Leyenda urbana y fantasía, el deseo de todo ser.
Nuestro relato, paradero de la pasión oculta, comienza de noche. Abrigo de la tramposa necesidad de vivir. Oscura y templada, la noche que nos llama. Aroma a hierbas y madera quemada hace tiempo y sólo volatilizada por una brisa fresca que retiene el perfume preciso y penetrante. Los tonos grises se funden en un ir y venir oceánico. Tenues e imprevistos. Respiramos, una vez más y sentimos el humo áspero y la madera. Otra vez madera y humo. Áspero.
Volvamos entonces a la noche. La historia.
Casas de baja altura nos rodean. Casas y, nuevamente, la noche que nos cubre a los no solitarios y dejan caer las leyes que no reglan la estela de este cuento. Idas y vueltas. El humo y la madera quemada, repitiéndose en un bajo continuo –casi canon- se erigen como el lait motif. Profundo y dulce. Sexual. Ayudas mutuas, risas y gestos perdidos en el intento por perderse y encontrarse, y volverse a perder. Miradas cómplices que auguran, quizás, el futuro próximo que se escribe en este mismo instante, mientras un sinfín de fotones estimulan sus retinas mareadas por tanta madera y aspereza. Momento virtual que nos convoca, lectores y adoradores del mito, a formar esta ronda tácita y compartir esta serie de frases inconexas, aunque cifradas y veraces. En círculo cerrado, cómodos e ignorantes, fieles seguidores, distingan entonces los mágicos sucesos otoñales.
Claves y claveles adornan el preludio, dejando ver solo ventanas pálidas y esfumadas. La energía fluye libre y nerviosa a través de los cuerpos activos y escurridizos de los payasos nocturnos. Alegres y perdidos en su juego animal. El concierto se teje dentro de las mentes enlazadas por los aromas y vapores que se inhalan y exhalan rítmicamente.
Los huesos se arman y aparecen los cuerpos. Impares en el texto.
Tres son multitud en las ciudades sitiadas pero suficientes en este fósforo colorido y recorrido con ansias por todos ustedes, devotos ignotos e inocentes, que leen sin reconocer los hechos. Conjuntos. Recuerdos.
Es quizás tiempo de guiarlos dentro del nudo de este encuentro y compartir parte del puchero. Como en toda obra, levantemos juntos las vigas de este edificio. Aparezca, entonces, el protagonista, la estrella, la diva que carga con las almas etéreas de los asistentes. Actores góticos de identidades recortadas por los aromas ácidos y frutales que ocupan los alvéolos y las venas.
Lento, la diva se enciende y da espacio y escenario. Calor y resguardo para tres almas sin pena.
La escena llega sola, sin prisa ni sirena. Implacable, se arma frente a nuestros ojos rojos.
Inyectados desde adentro -que sabemos verlo-.
Aburrimiento conveniente.
Palabras rápidas y justas que caben en los
huecos de un cerebro excitado y dispuesto.
Atento. Dos y un tercero
que sabe encontrar su sitio despierto
y ajeno, manejando un teatro por demás desierto.

La ciudad duerme tranquila mientras la escena se define, poco a poco, repitiéndose y redundando a la humanidad misma. Enamorados. Eternos.
Espías (secretos) observan desde las pocilgas suprayacentes. Casas con cocina liberan vapores diferentes que inundan el espacio cercado, ahora, por el frío repentino de la madrugada. Rayo mortífero que nos parte en la vereda. Y el coche nos alberga.
El clima, se tensa.
El ritmo se acelera. Las almas se agitan y
finalmente,
queridos lectores,
el principio se acerca. La página se voltea.
Enroque sabio y efectivo. La reina, descubierta yace,
sin cambios,
trasera.
Inalterable, ella, despierta aunque
aparenta.

Continúa el movimiento y las luces tienden a ocultar los sucesos. No hay música, solo la ocasional percusión del asfalto que pasa invariable debajo de la imagen. Avanza. Gira. Tuerce y retoma. Lugares repetidos y comunes para esta noche.
Ahora, más que antes, dos y un tercero transcurren en su –el de ustedes- imaginario.

Hagamos un “¡parate!”. Comprendo que el poder de mis dedos, bailarines incansables, aniquilen su entendimiento lineal y hasta cartesiano. Sin embargo, los actos tienen su propio condimento y voluntad, y deberán ser estos los que relaten, en definitiva, por si mismos los hechos. No sabrán lo que se sabe secreto y permanecerá virgen y; Secreto. Volvamos, al fin, al imaginario colectivo que nos atrae cual imán.

Dos imanados y un tercero en la madrugada borracha, y el ritmo cambia de nuevo. Conduciendo. Las luces se atenúan una vez más y dejan ver las voluntades más profundas. A la vez superficiales, los deseos apartan a los dos del tercero, que regula, ahora, en veinte. Sin semáforo se unen las voluntades en otra escena. Limbo y nirvana. Dalai Lama. Todos aparecen solo para abrir la puerta de una habitación blanca. Sin muebles y lista para decorar. El uno nuevo se eleva y hunde en el teatro azul y lento.
Sin tiempo.
Finalmente se separa el uno y los corazones laten agitados, asombrados por el hecho. Un susurro, una palabra, una mirada.
Un beso más –ya termina el concierto- y los tres vuelven en sí. Ya no hay enroque y el móvil se detiene para despedir los hechos que encuentran fin en aquella cuadra vacía. Otro beso. Otro encuentro. Desde el umbral se separa la historia para dejar un gusto dulce y dar paso al ácido rojo y continuo.
Por un instante corre el fluido colorado por la garganta que recuerda el encuentro. La máquina arranca y concluye el misterio, que encontrará su página en blanco, compartida, con el tiempo.