domingo, 21 de febrero de 2010

El interrogatorio

Y es en la intimidad de la oscuridad en la que se forman las imágenes de las que hablé hace algún tiempo.

Tres personas, hombres, sentados formando un triángulo. Es invierno y llueve. Frío, mucho frío, que dificulta el fluir del pensamiento. Los tres están reunidos para resolver un asesinato. El sospechoso, el inspector y el ayudante. El primero, con la barba crecida, despeinado, y ansioso por repetir el cognac de las noches heladas en su bohardilla del centro de la ciudad. Ya golpeado, no tiene miedo del dolor futuro. La locura, su nueva amiga y aliada, lo obliga a cantar melodías francesas en un dos por cuatro que irrita al inspector. El segundo. Serio, implacable, vestido de negro con un saco cruzado de paño que recuerda el viejo sobretodo que colgaba dentro del placard. El seño fruncido descubre los ojos negros penetrantes y audaces. El fuego del hogar, amarillo, vivo, se refleja en las negras pupilas del inspector. Pregunta, insiste, golpea con órdenes fatídicas y veloces. Casi sin pensar, sin saber lo que pregunta, lo que quiere saber, lo que está implícito. Cuestiona la integridad del primero, que se desarma ante la mirada del segundo y busca los ojos del tercero. El ayudante observa en silencio. Pareciera que siente lástima por el interrogado, el primero, el que sufre, el que sangra. No emite palabra, no hace más que sostener de forma tácita la mano del primero mientras golpea con la fuerza del segundo. En la calle se oye la lluvia sobre los tejados de arcilla, algún perro ladrando, alguna risa.

Imágenes

I




Hoy compré un espejo

y lo llevé, cuidadosamente,

a un cuarto blanco que vengo

llenando, hace algún tiempo,

con cosas mías.

Entro al cuarto y me encuentro

rodeado.

Rodeado por mí mismo.

Me acerco a las fotos.

Me veo y no logro encontrarme.

Las tiro. Todas. Hasta que se destruyen

en el suelo.

Paredes.

Vidrio.

Los libros. Leo. Me busco en cada frase.

No puedo. No estoy.

Arranco hoja por hoja.

El cuarto se llena de papeles sin sentido.

Sigo ausente.

El turno de los discos. Escucho algunos

hasta que también los desintegro.

Me detengo un instante.

Observo el caos. Mi caos.

Quieto.

Contemplo.

Entonces se me ocurre buscar en el cuerpo.



Me saco los zapatos y las medias.

Los pantalones.

Me miro las piernas,

acaricio mis pelos.

No veo.

Me desabrocho la camisa,

miro mi pecho.

No veo.

Me quito los calzoncillos.

Desnudo con anteojos. Los aplasto contra el suelo.

Me corto la planta de los pies y miro las uñas.

Sangre.

Toco la sangre con las manos y las apoyo sobre la pared.

Mis huellas digitales.

Intento reconocerme en ellas.

No puedo. No soy mis huellas.

Me reconocen pero no las soy.

Doy otro paso.

Me arranco las uñas de los pies y de las manos.

Duele. No importa.

No llego.

Tiro de la piel y la desprendo. Toda.

Quedo al aire. Carne viva. Músculos.

¿Soy eso? No. Sigo.

Más músculos. Los arranco poco a poco. Los diseco. Los tiro.

Arterias,

                     venas,

                                                  nervios.

Arranco los nervios. El dolor ya no es.

Escarbo hacia dentro.

Los órganos laten salvajes.

Decido que ya no sirven. Los mato.

Llego a los huesos.



El cuerpo. Mi cuerpo destrozado yace en el cuarto.

Me siento en el suelo

rodeado del caos de mi cuerpo.

me percato; sigo estando.

No soy mi cuerpo.











II









Silencio.











III



Como dos espejos enfrentados

yo estoy todavía armado y entero,

con ello que no entiendo, no controlo.

Ello que está disperso por todo el cuarto.

No soy lo que soy,

soy lo que no soy.

O viceversa.

Quizás solo exista en estas líneas.

Abstractas.

Adentro, solo, no estoy.

Yo ya no estoy.

La cinta se rompió.









IV









No.







V



Mi existencia neurótica

ya no es creíble,

se destruye.

Casi (no) queda nada



VI



Soy y no soy.

Palabra y letra.

Palabra escrita.



VII



Obscuro.



VIII



Afuera.











IX



Al salir del cuarto cierro la puerta.



(Buenos Aires, algún momento entre los años 1996 y 1999)

sábado, 20 de febrero de 2010

El descubrimiento de Europa: capítulo 1 (palomas)

Aunque he intentado conservar algún orden lógico, no lo he logrado. Hemos de culpar a la mirada, chismosa e indiscreta, que se escurre por rutas misteriosas. Esta vez, las palomas. Y a pesar que el tema que nos ocupará esta pantalla blanquecina no presenta mayor interés, no haremos honor a los prejuicios y nos dedicaremos a dialogar (en un relativo monólogo) sobre las palomas catalanas.


Comencemos por el principio, la denominación. Si bien la taxonomía les ha otorgado diversos y variados nombres técnicos, y el respetable Darwin, Charles, ha dedicado una importante -y en mi opinión, agotadora- sección en "El origen de las especies", el vulgo, o sea nosotros (sin ánimos de ofender ningún intelecto amante de la biología de las aves) hemos consensuado en llamarlas palomas. Este hecho, no despojado de importancia, ha ocupado, seguramente, un tiempo considerable en la historia de la humanidad.

Otro suceso de capital importancia es la constitución de las moles urbanas y la masificación de la vida en ellas. Reflexionemos acerca de los monumentos y esculturas varias y no tardaremos en considerarlos templos dedicados a celebrar un poli-monoteismo avícola. Preparemos un té, sin hervir el agua, y observemos a través de la ventana más cercana. ¿Qué vemos? Una respuesta rápida podría ser: una ciudad. Pues no, nos hemos equivocado. Vemos el hogar de estos singulares pajarillos del cual hace ya muchas lunas se han apropiado.

Volvamos, y sepan disculpar la verborragia que parece ha de dominar este capítulo.

Nombre popular: palomas.

Si me permitís (segunda persona del plural académico...) preferiría -hecho que como bien saben disfruto sobremanera- intentar modificar el nombre de estas aves. De otra forma, esta disparatada y absurda colección de sílabas carecería del despreciable (en el sentido estrictamente físico) sentido (valga la redundancia en el redundante sentido coloquial) que posee. Pausa de cinco minutos para leer y re-leer esta última frase...

Un paréntesis; una llamada; una nota al pie de página. Es inevitable no desconcentrarme con el sonido agudo y doloroso de la tos de la señora, de unos setenta y pocos años, que me enfrenta en la mesa del bar donde escribo. Ella tose con la complicidad de sus desgastadas cuerdas vocales, que aprovechan para jugar a la soprano, mientras todos nosotros, asiduos del café, reímos, también cómplices, a escondidas de su tabaquista garganta.

Volvamos. Una vez más, volvamos. Si, las palomas y mi propuesta para renombrarlas.

Tengo tres posibles soluciones basadas, cada una de ellas, en tres particulares y ridículas anécdotas.

Los personajes. Las aves; grises, chuecas, repetitivas hasta el hartazgo al emitir esos espantosos sonidos guturales (quizás comunicadores de una libido despertada por la primavera) comparables, únicamente, al lamento de una cafetera eléctrica (relativamente gastada) que se desprende de las últimas gotas de café quemado. Animales poco simpáticos, en principio, y carentes de aceptación -me atrevería- universal.

[Nuevamente la tos]

En segundo lugar, mencionaremos a las personas; una parte de nosotros... He de evitar el término humanos por necesidad literaria para el futuro. De todas formas, no perderemos valioso tiempo en este tema harto conocido por todos.

En tercer lugar, la comida de las aves. Esta ocurrencia resulta la más compleja a la hora de la descripción. ¿Qué comen las palomas?

Olvidando el discurso de los ascetas del estudio gastronómico de las palomas catalanas, trataré de ilustrar un original menú que paso a describir.

Aparecen en las orillas de mi memoria un conjunto de semillas, migas de todas las proveniencias imaginables y basura en diferentes grados de descomposición. Recuerdo, también, las deseadas y esperadas demostraciones de olvido o, quizás, cariño humano hacia los alados; la comida en las mesas de la vereda.

Uno asiste a estos templos callejeros de la primavera-verano con la presencia indiscreta de aves y mamíferos varios; a saber: gatos, perros y hasta mapaches (en algún zoológico ilógico).

En definitiva, al concierto del almuerzo, cena o vermut (picada abundante con aperitivo Gancia, Conzano o la simplona cerveza recalentada en el trayecto hacia la platea), no llegamos sino de la mano de animales deseosos de compartir con nosotros alguna pieza (y no exactamente musical).

Por lo tanto, el menú, olvidado ya entre los vericuetos de la descripción, consta de basurillas, piedritas, tierra, alimento balanceado, migas, pan, pizza, mostacholes, fideos con tuco, asado de tira, solomillo de cerdo con papas rosti, y por qué no, fondue de chocolate con frutas de estación.

Claro está que los comensales no acuden a cualquier presentación sino a las galas, a las cuales sus domesticados paladares se han acostumbrado ya hace algunas progenies mendelianas.

Ustedes podrán cuestionar y demandar el objetivo de esta sección culinaria. Cuál es la importancia de monologar sobre el tema. Ninguna. Es el propio placer de deslizar este bolígrafo sobre el papel y verlo transformado en estas luces que tipeo, el que me obliga a aburrirlos y agobiarlos con este tópico.

Finalicemos entonces con las tres propuestas a fines de renombrar a las avecillas.

El primer acto, propio de un escrito del señor Süskind, ocurre en un soleado boulevard de Barcelona durante las últimas horas de sol de una tarde, todavía, invernal. Voy caminando hacia el departamento, donde mis pocas cosas aguardan un cordial vistazo para comprobar si aún existen (cuestiones de la archiconocidadistancia).

El boulevard se encuentra enmarcado dentro de una más que agradable hilera de vidrieras (o escaparates) que atraen mi mirada de vez en cuando (admito que más de vez que de en cuando).

El sol se acaricia las copas de los altos árboles y crea junto a ellos una hermosa fila india que divide la acera en una margen oriental y otra occidental. Camino por la margen occidental por no portar visado para la otra...

De repente, mi tácito y abstracto consumismo se esfuma mientras el aire se satura de un terror fantaseado; una imagen dantesca ocupa la totalidad de la pantalla. Una paloma (cuerpo B) se interpone en el curso de un ciclista (cuerpo A). Para ilustrar tal fotograma recurro a los archivados conocimientos de física... Imaginemos que el cuerpo A se desplaza con un movimiento uniformemente rectilíneo hacia el norte del escenario. El cuerpo B, lo hace exactamente de la misma forma pero el el sentido opuesto; ciento ochenta grados. El conocido sur que justifica todo norte.

Han de suponer que, dependiendo de la velocidad (¡relativa!) de cada cuerpo, en algún punto del trayecto (plausible de ser calculado) ambos cuerpos no tendrán más opciones que colisionar trágicamente.

Si esto fuera una clase, el docente esperaría una pregunta: ¿Y la altura a la cual se desplaza cada cuerpo? ya que las palomas vuelan... Respuesta: el ave vuela a la altura del tórax, incurvado hacia adelante, del ciclista.

En aras de simplificar con fines didácticos, el suceso fue evitado sino por una brusca maniobra de giro hacia el occidente, por donde yo paseaba, del cuerpo A. Un deus ex machina que otorga la denominación de avesinas a las palomas asesinas.


El segundo evento ocurre en una tarde primaveral que acompaña un almuerzo retrasado en la vereda de un restaurante uruguayo a pocas calles de la afamada Sagrada Familia (de la cual ya hablaré en otra ocasión).

Nos disponemos a comer, Luciana y yo, un sandwich de jamón y queso, una tortilla de papas a la francesa y una hamburguesa completa. Las bebidas no otorgan condimento alguno a este relato y serán deliberadamente obviadas.

En el correr de los minutos no acude Mirtha sino una paloma...

Chueca, la emplumada avanza hasta perderse entre las patas de las sillas, que le configuran un auténtico partenón privado. Casi sin querer, y ya en tratativas para editar este relato, desvío la mirada hacia el suelo, donde advierto que ni el can más dócil hubiera lanzado miradas como las que el ave nos obsequiaba para lograr engullir alguna miga.

Por supuesto que no hubo gesto de amabilidad alguno, en ese instante, y fue el pico contra el suelo lo único que aseguró la nutrición enteral del animal.

Lo curioso fue la danza, el ritmo que distinguió el hecho; Hasta parecía que la paloma iba a ladrar en cualquier momento... hecho que les otorga la denominación de palóperras.


Finalmente arribamos al tercer y último unitario de la tarde. Sin embargo, dada la elocuencia de este capítulo que, más allá de la ya mencionada verborragia, podría constituir una polirragia o una metapoliverborragia y demás neoilogismos, dejo en vuestra imaginación -que espero creativa y alocada- la creación de terceros y más episodios en los cuales estas aves singulares, espantosas y no comestibles sean protagonistas indiscutibles. Les confío una preciada tarea; escribir las páginas de la convivencia entre personas y aves en los anales de la historia. Los invito a proponer nombres para estos animales que, por ahora, continuaremos llamando


                         palomas.

domingo, 14 de febrero de 2010

Miradas

Tiempo

Engaños, desilusiones.

Táctica para eludir [los]

Un paso más adelante

Verme en el espejo.

Verme

Atrás en el tiempo.

Espejo

Encontrar similares palabras

Solo. Viejo.

La firma de unos papeles

Ella se encuentra sentada en un sillón de madera barnizada y tapizado en cuero bermellón con apliques dorados.


Él, también sentado, aparece cerca de ella, aunque separado brevemente por una mesa circular con tapa de mármol jaspeado verde y marfil, sobre la cual yacen algunos papeles. Desde la distancia, semejan documentos, fotocopias, reglamentos y disposiciones legales.

El ruido ambiental abunda en el gran salón sobre la avenida. Es mediodía de un otoño templado entre semana.

Ella sostiene un folio transparente con más papeles dentro. Él sostiene, con la única mano que sobresale del traje a rayas de corderoy, una pluma plateada y aparentemente costosa. La mano y la cabeza calva, y una nuca arrugada por el tiempo y sucesivas exposiciones al sol son la única demostración de su condición de ser humano.

Ella, maquillada para la situación, viste casual, con chaqueta marrón o bordó abierta al medio. Debajo se aprecia una camisa blanca de transparencia a la vez sutil, sugestiva y sensual. El pelo bien peinado y lacio corona su imagen. Se aprecia su boca danzar en un diálogo ininteligible, que luego se sabría inútil para que su amor ingresara al país.

Ella saca papeles, uno tras otro. Llenos de sellos y timbrados. Identidades que él, incómodo, revisa sin entusiasmo. Baja la mirada, ella, hundiéndose en sus pensamientos e ilusiones. El calvo se mueve.

Ella levanta la mirada como si buscara su complicidad. Aprobación. Él niega con un gesto, ahora, entusiasmado. Algo no sirve. Un documento tan bermellón como el tapizado se precipita sobre la mesa.

Ella, entonces, realiza su ardid. En solo un instante, y oculto a la lentitud del calvo, un movimiento descubre su angustia. Decepción. Desesperación.

Inmediatamente modifica la fisonomía de su rostro para dejar ver sus perfectos dientes nacarados. Control. Contrae los maseteros, entrecierra los ojos y mueve los cabellos rectos de color miel.

El calvo no es ajeno al rubor reciente de su mejilla, la de ella, y retoma el documento. La negociación tácita tuerce bruscamente el rumbo.

Un teléfono móvil se abre e intenta sortear lo inevitable. Inminente.

El calvo gesticula nervioso liberando la otra mano, que ahora busca la previa. Levanta la mirada sin dejar de observar, detenidamente, la camisa blanca, casualmente más visible tras la remoción de la chaqueta.

Ella sigue sonriendo, mientras acaricia el cuello, suavemente, hasta que el perfume de mediano costo se deja apreciar por el calvo. Sugestión. Se violenta. Sonríe y adelanta el mentón al hacerlo, otorgándole mayor complicidad al gesto. Él arrastra su mano izquierda por debajo de la mesa.

El salón continúa ruidoso y poco atento a la escena. Más y más papeles mientras la sonrisa se tensa.

La mano izquierda, de él, se detiene en la rodilla derecha, de ella. Extiende el cuello, él, y deja que su perfil bronceado se insinúe. Ella lo observa atentamente, con desconfianza, mientras las mejillas otrora rosadas empalidecen los el flujo adrenérgico.

La mano derecha prepara la pluma y la acerca a uno de los papeles. Firma con seguridad.

La mano izquierda prosigue su paseo muslo arriba, mientras una lágrima de amor desciende por un pómulo pálido y aún tenso por la risa.

El descubrimiento de europa: introducción

Aquí, desde la distancia, comienza este relato en secciones que, aunque individuales, tienen el hilo conductor de la novedad, el descubrimiento, la introspección; la digestión de esta ciudad y la vida en ella. Una luz tenue, de unos cuarenta Watts que se pierde en los recovecos de una habitación con nuevos muebles y cuadros recién colgados. Una bombilla tímida que se deja violar por las miradas indiscretas que observan, sin problema alguno, los electrones que bailan descarados sobre el filamento de tungsteno.


La ciudad, si, la ciudad; volvamos... Una ciudad cargada de recuerdos y expectativas, de color y molduras, donde el viejo mundo muestra su rostro modernista y la proyecta hacia al mar -ese ansiado mar- esperando que arribe a algún puerto lejano y ajeno.

Esta historia que nos ocupa transcurre a cinco horas de distancia de ustedes (o la mayoría de ustedes...). Como si la distancia pudiera medirse en horas, días, meses... Como si estas horas, que nos impiden compartir un atardecer o el eclipse de la otra noche pudieran representar todo lo que nos aleja; todos esos kilómetros que, aunque tácitos y abstractos, blasfeman esta distancia.

Haciendo un breve (o no tanto...) paréntesis, me permito reflexionar acerca de tal palabra: distancia. Quizás sea la deformación profesional la que me obliga a asumir el prefijo "dis" como molestia, disconfort. Mediante una simple operación matemática nos quedaría "tancia". Sin embargo, preferiría convertirla en "estancia" para poder continuar con esta reflexión (que aunque aburra a más de uno, me resultó curiosa, interesante y, vamos, ¡es parte de este relato!). Se podría entender, por lo tanto, que esta distancia y la estancia en este sitio distante (que embrollo...) implica un pasar incómodo, doloroso, angustiante (¿se les ocurre alguna palabra más punzante?). Incurriríamos, entonces, en un grave error (así de categórico...). Es cierto, de todas formas, que esta distancia -en tanto que una mera recopilación de unidades de medida que todos nosotros acordamos y consensuamos en denominar kilómetros o millas- angustia y hasta duele. Este hecho, igualmente, no presume la continuidad en el tiempo de estos sentimientos. Más bien lo contrario; una fluctuación permanente. Una paradoja. Una revolución (permanente...). Cerremos el paréntesis y retornemos, finalmente, a lo que nos convoca este momento en el que ustedes viven (como diría Cortázar) mi pasado y yo su futuro, casi inmediato, frente a este ordenador (el suyo o el que sea...).

Es a ustedes, amantes del fósforo, transnochadores, adoradores de esas pantallas que expresan estas mismas palabras que ahora (o hace algunos días, para ser riguroso) escribo en tinta negra, a quienes dirijo y dedico este texto (lleno de paréntesis, comas, puntos y comas, puntos y demas distractores de la lectura...). Introducción primigesta de esta historia que ya lleva algo más de dos meses. Texto que, aunque todavía parezca vacío, superfluo y hasta incoherente, se encuentra impregnado de este tiempo que ha pasado. De este nuevo cielo que me guiña el ojo. De las gentes que caminan estas calles. Es este perfume extraño el que intentaré transmitir en estos y los futuros renglones. Este sabor, que reemplaza el otrora conocido para mi paladar porteño.

Por último, debo retirarme por algunos días. Debo dejarlos con la intriga, la ansiedad, las ganas de saber qué dirá la borra del café. Ya veremos, juntos, qué nube acercará el viento y qué dice el informe meteorológico para la próxima entrega -que no se hará esperar tanto como esta-

Punto y aparte...