Barcelona, como polo urbano, se encuentra rodeada de una amplia periferia, con la cual se comunica a través de variados medios de transporte que no comentaremos en esta velada.
Sabadell es una ciudad de esta periferia en la que he participado de numerosos desfiles burocráticos sin conseguir, hasta el momento, trofeos ni condecoraciones.
Hoy viajamos juntos, ustedes y yo, a este centro del trámite. ¿Cómo lo haremos? Subiremos al tren que la conecta, mediante un tendido férreo, con Barcelona, desde donde partimos con el sol en el cenit. Este tren aparenta más o menos moderno. Sus parámetros estructurales, ingeniería y demás tópicos científico-técnicos son desconocidos para mí y prefiero que sigan descansando en las lejanías de mi conocimiento. Solo comentaremos algunos hechos que hacen interesante este viaje y, por supuesto, construyen la escenografía del capítulo presente.
Al abordar el tren, podemos ver una hilera de asientos dobles acomodados de a pares enfrentados de forma que cuatro pasajeros descargan sus cuerpos constituyendo un grupo, una verdadera comunidad que, sentada sobre sobrios tapizados azules, comparte un espacio central común y privado para las comunidades foráneas. Existe también un pasillo compartido por el conjunto de comunidades, en una suerte de región internacional por el cual se transita sin papeles identificatorios aunque con interrupciones sin aduana en los sitios donde se elevan las puertas de salida -y entrada, por supuesto-. En la margen interna de la hilera de butacas se hallan las ventanas, también comunes a cada sección y ajenas a las otras, vestidas con cortinas deslizables.
Como bien suponen, a medida que el tren recorre la distancia planteada, los azules vacíos comienzan a recibir el peso corporal de las personas que, como nosotros -en diferentes rangos de virtualidad-, abordan el tren. Sin embargo, y para suerte y beneficio de estas frases, esta ocupación no es anárquica sino que sigue ciertas normas preestablecidas y profundamente arraigadas en nuestra cultura. Reglas subliminales y ajenas a la decisión consciente, necesidades o gustos. Simplemente acciones automáticas y triviales en principio y esenciales, sin embargo, para poder presionar, una vez más, estas teclas tan simpáticas que nos convocan una y otra vez en aras de brindar un poco de luz a lo que acaece en nuestro entorno, y hoy, acerca del ejercicio del poder.
Me permito una pausa breve para explicar una cuestión que, en este punto del texto (incluyendo los capítulos anteriores, claro está), necesita ser aclarada para que los ánimos no decaigan. Para que la credibilidad del relato continúe intacta. Para que el humor, la ironía o el absurdo no sean fatalmente confundidos con la mentira, vil y vulgar. Estos sucesos, que ocurren en estas páginas y sus predecesoras son reales en tanto que se presentan ante la mirada del personaje sagaz que las quiera apreciar. Son la interpretación y su posterior trascripción las que otorgan los matices y laberintos que ahora leen. Dicho esto, continuaremos con lo que, en realidad, importa.
El primer par de isquiones -sabrán disculpar la deformación profesional- se apoyará, indefectiblemente, sobre el asiento del lado de la ventana, y cuyo horizonte mira en dirección al movimiento del tren. Profecía, el futuro puede ser visto, previsto y esperado. Casi un privilegio; una visión ansiada. Un pulso interior.
El segundo pasajero, previa inspección del sitio y comprensión de la situación -en la cual es, también indefectiblemente, el segundo- se ubicará en el asiento de la ventana aunque, por razones obvias, enfrentado al primero. Su punto de fuga, diametralmente opuesto al anterior y un testimonio histórico; pasado en persona. Cotejador titulado del futuro cercano. El segundo sostiene, feliz, las tijeras de la censura que vejará la dote del primero.
El tercer viajero ocupará el asiento del pasillo, al lado del primero en llegar. Paciente y educado, no utiliza demasiados movimientos para accionar su cuerpo. Cortés y observador, acompaña al primero y lo protege de la vigilancia continua del segundo que desplaza, ahora, los ojos en su dirección.
Por último, el asiento restante, el cuarto, será ocupado sin gran expectativa por cualquiera que, sin importarle en absoluto las obscuras fuerzas que lo rodean, vea en la pintoresca butaca azul una posibilidad de descanso físico.
Tenemos, finalmente, todo lo necesario para montar la escena. El ambiente, como ya dije, el tren. Los personajes, cuatro, representantes de la especie humana. Sobre ellos, aún quedan algunas frases por ser escritas.
El primer personaje, impulsivo, veloz y suspicaz, ocupa -aunque no lo comprende de forma consciente- el punto estratégico de la región. Sin sospecharlo es el coprotagonista de la escena. Siendo el primero, ejerce su antigüedad de forma calmada y ostensible, solamente interrumpido por el arribo del segundo personaje; el opositor.
Este es un ejemplar competitivo y arrogante cuyo único objetivo es vigilar las acciones del primero por el solo placer de criticarlas, planear correcciones en silencio, asumir el error del otro y no tomar acción alguna para mejorarlo. Perfeccionista abstracto, constituye el constante recuerdo del que no tiene el poder. El primero y el segundo no cruzan sus miradas. De todas formas, el último buscará los ojos susceptibles de ser importunados del líder de turno, que fija los suyos en el exterior, quizás, por el liderazgo finito que ejerce.
El tercer participante es a la vez misterioso y transparente. Un ejemplar silencioso, paciente y observador. Inteligente, conoce a la perfección la coreografía impuesta. Capaz de adaptarse es el camaleón de la escena. Caballero correcto, es difícilmente criticable. Como actor social en boga, ocupa el asiento del pasillo al lado del que manda. Se podría decir, tal vez, que es el oportunista perfecto. Tácito, encubierto por una mal valorada periferia, goza la visión del primero, la ignorancia por parte del segundo y el desinterés del cuarto. Es un competidor acérrimo y sigiloso que, sin ansias, espera con la tranquilidad del que sabe triunfar. Tarde o temprano será él, y nadie más, quien tome las decisiones.
El cuarto actor no tiene mayor interés tanto para los anteriores como para nosotros, y pasará desapercibido. No comprende los sutiles movimientos del poder ni se preocupa por ello. Solo ve una oportunidad que tampoco entiende como tal, ya que bien podría ocupar o no el lugar que tiene reservado en este juego. Su voluntad, y solo ella, transita por la senda periférica. Lo demás no es su problema, ya que no es tal; un tren es un tren y un asiento es simplemente ello. De esa manera camina su camino. Volátil, efímero, ausente.
Finalmente, y antes de levantar el telón, debemos comentar algunas cuestiones sobre la protagonista indiscutible de la noche. La cortina de la ventana, que lejos de ser una mera artimaña en pro de los amantes de la media luz, es el mecanismo; la herramienta del poder. El anillo de sello. La corona. El cetro. Simple y dotada de microperforaciones, se deslizará suavemente hacia abajo al recibir la certera presión de la mano correcta. Inocente, Desdémona cumplirá con su fatídico papel.
Recordemos, una vez más, la situación planteada. Cuatro asientos en un tren. Un pasillo, una ventana, una cortina deslizable y cuatro homíneos, aunque sabemos podrían ser tres.
Una vez los asientos se calientan por transmisión directa de la temperatura corporal, los hechos se suceden sin freno. Indefectiblemente, cada actor recitará sus palabras mudas y seguirá todos y cada uno de los pasos que el coreógrafo, cultura, ha preestablecido. El destino, como la dirección del tiempo, no será burlado. El final se acerca, triste, para recomenzaren otro viaje en el cual el mecanismo de poder se perpetuará, reproducirá, practicará. Otro viaje donde el poder será validado, comprendido y aceptado una vez más.
Es el primero quien avanza. Realizando un gesto harto conocido y entendido como incomodidad, mira hacia afuera, estudia el paisaje, busca el reflejo de luz más cercano y cierra los ojos. El opositor comprende la señal y goza su momento de gloria. Los cinco minutos de fama finalmente han llegado. Luego de horas, días, meses, sus movimientos cambiarán la historia (según sus palabras, claro).
En cambio, él no sabe ni le corresponde hacerlo, que su rol no es cambiar nada. Debería, antes, estudiar la escena. Analizarla. En su constante e inconsistente oposición yace su derrota; doomed to fail. Su mirada inquisidora grita y busca la del primero, que conociendo sus líneas, es esquiva y no se deja encontrar.
Hasta el momento, el tercero no se ha movido. Permaneció inalterado, como si los calientes bailes a su lado no pudieran perturbarle. No realiza gesto alguno. Actor innato, vislumbra su pronta victoria.
El turno vuelve a llamar al poderoso, que como ha anunciado, juega sus cartas. Alza la mano, la dirige hacia la cortina y la desciende por completo. Sin referéndum, la comunidad es privada de luz o paisaje. El poder ha decidido de forma unánime.
La película expone sus últimos segundos que, como siempre, son escasos y llenos de arte.
El opositor se mueve incómodo permaneciendo, siempre, en su sitio. Compone el más variado conjunto de gestos dirigidos a desaprobar el descenso de la cortina. No por ser amante de la luz se molesta. Tampoco vela el paisaje que ha perdido. Simplemente, el primero no tiene derecho de hacerlo. La ventana es de ambos.
El libro indica el turno del tercero, que sonríe de forma visible. Pronto él portará ese derecho (que sabe bien de la comunidad entera).
Por fin ocurre el desenlace. El primero se levanta súbitamente y se baja del tren. El segundo lo observa indignado como el perdedor que es dejado huérfano por su compañero de juego. Sabe que ha perdido y que deberá esperar hasta la próxima vez.
El oportunista, ubicado tal vez en el lugar más favorable, casi con la visión del primero y sin la atención del segundo, baila su danza. Simple y calculada. Se levanta y coloca la banda cruzada. Ocupa el lugar del poder, que ejerce de forma consciente, sostenida y autoritaria por el resto del viaje.
lunes, 29 de marzo de 2010
jueves, 11 de marzo de 2010
El descubrimiento de Europa: capítulo 2 (laberintos)
Como siempre, esta colección de palabras no es la o las que pretendió ser. Desde el título en adelante, esta edición virtual debió ser otra. Sin embargo, aunque repita una y otra vez la misma frase, deberán disculparme y dejar que los obligue a leer sin un orden lógico establecido. Más bien un desorden ilógico, una suerte de inconsciente literario. Por lo tanto, comencemos con lo que nos toca hoy.
Tal vez me siento como Ícaro en un laberinto fabricado con estas mismas palabras que ahora leen. Palabras que me camuflan, me encierran a la vez que acompañan en este camino que ando. Calzado y descalzo, al tiempo que con pasos largos, firmes y continuos.
Es este laberinto, literario, del cual, como Ícaro del minotauro, escapo con algunas construcciones aladas que prometen, de vez en cuando, conducirme a la verdad. ¿La verdad? ¿Mi verdad? ¿La verdad literaria?
Igual es otro laberinto el cielo por el que vuelo. Igual caigo a un mar de frases incoherentes.
Mar del cual vengo.
Sueño frustrado.
Quizás no.
Mi mano vuelve a regocijarse y escribe, junto al bolígrafo de turno, otro laberinto.
Más tarde, cuando el café que me espera -aún caliente- se enfríe y endulce, aparecerá un otro, nuevo, minotauro. Una espiral elíptica, si aquello existe, que me mantendrá latente durante algunas puestas de sol mediterráneo. Minotauro, súper-yo, que intentará -con medallas, ocasionalmente- disipar a la musa; apagar las velas del éxito. Velas que por su propia esencia, se extinguen paulatinamente al quemar de forma sostenida, para quedar muertas en la obscuridad nocturna.
Prosa malvada y reprochable que reaparecerá alguna noche de vigilia, indecente e infinita, de la mano de la mujer que camina junto a mí. Deseará, entonces, recobrar el tiempo olvidado por la tinta. Reproducirá la lujuria obscena sobre el blanco y cuadriculado papel, haciendo notar la ausencia previa. El perfume que otrora ostentara.
Y es de esta forma, cónica, circular, poligonal. Geometría ya perdida en los pasillos del bachillerato. De esta forma paso los mediodías y las tardes en este suelo. Mediterráneo y con acento a oliva.
Son las entradas y salidas del laberinto las que condimentan este mito, que como un móvil, muestra diferentes caras y figuras más allá de sus ataduras permanentes. Ataduras que le otorgan la condición de móvil. Lo hacen, incluso, danzar en el espacio.
El café endulzado espera su breve final. Lo remuevo una vez más.
Cada tanto cae una hoja, verde y muerta, por encima de estas palabras.
Tal vez me siento como Ícaro en un laberinto fabricado con estas mismas palabras que ahora leen. Palabras que me camuflan, me encierran a la vez que acompañan en este camino que ando. Calzado y descalzo, al tiempo que con pasos largos, firmes y continuos.
Es este laberinto, literario, del cual, como Ícaro del minotauro, escapo con algunas construcciones aladas que prometen, de vez en cuando, conducirme a la verdad. ¿La verdad? ¿Mi verdad? ¿La verdad literaria?
Igual es otro laberinto el cielo por el que vuelo. Igual caigo a un mar de frases incoherentes.
Mar del cual vengo.
Sueño frustrado.
Quizás no.
Mi mano vuelve a regocijarse y escribe, junto al bolígrafo de turno, otro laberinto.
Más tarde, cuando el café que me espera -aún caliente- se enfríe y endulce, aparecerá un otro, nuevo, minotauro. Una espiral elíptica, si aquello existe, que me mantendrá latente durante algunas puestas de sol mediterráneo. Minotauro, súper-yo, que intentará -con medallas, ocasionalmente- disipar a la musa; apagar las velas del éxito. Velas que por su propia esencia, se extinguen paulatinamente al quemar de forma sostenida, para quedar muertas en la obscuridad nocturna.
Prosa malvada y reprochable que reaparecerá alguna noche de vigilia, indecente e infinita, de la mano de la mujer que camina junto a mí. Deseará, entonces, recobrar el tiempo olvidado por la tinta. Reproducirá la lujuria obscena sobre el blanco y cuadriculado papel, haciendo notar la ausencia previa. El perfume que otrora ostentara.
Y es de esta forma, cónica, circular, poligonal. Geometría ya perdida en los pasillos del bachillerato. De esta forma paso los mediodías y las tardes en este suelo. Mediterráneo y con acento a oliva.
Son las entradas y salidas del laberinto las que condimentan este mito, que como un móvil, muestra diferentes caras y figuras más allá de sus ataduras permanentes. Ataduras que le otorgan la condición de móvil. Lo hacen, incluso, danzar en el espacio.
El café endulzado espera su breve final. Lo remuevo una vez más.
Cada tanto cae una hoja, verde y muerta, por encima de estas palabras.
domingo, 21 de febrero de 2010
El interrogatorio
Y es en la intimidad de la oscuridad en la que se forman las imágenes de las que hablé hace algún tiempo.
Tres personas, hombres, sentados formando un triángulo. Es invierno y llueve. Frío, mucho frío, que dificulta el fluir del pensamiento. Los tres están reunidos para resolver un asesinato. El sospechoso, el inspector y el ayudante. El primero, con la barba crecida, despeinado, y ansioso por repetir el cognac de las noches heladas en su bohardilla del centro de la ciudad. Ya golpeado, no tiene miedo del dolor futuro. La locura, su nueva amiga y aliada, lo obliga a cantar melodías francesas en un dos por cuatro que irrita al inspector. El segundo. Serio, implacable, vestido de negro con un saco cruzado de paño que recuerda el viejo sobretodo que colgaba dentro del placard. El seño fruncido descubre los ojos negros penetrantes y audaces. El fuego del hogar, amarillo, vivo, se refleja en las negras pupilas del inspector. Pregunta, insiste, golpea con órdenes fatídicas y veloces. Casi sin pensar, sin saber lo que pregunta, lo que quiere saber, lo que está implícito. Cuestiona la integridad del primero, que se desarma ante la mirada del segundo y busca los ojos del tercero. El ayudante observa en silencio. Pareciera que siente lástima por el interrogado, el primero, el que sufre, el que sangra. No emite palabra, no hace más que sostener de forma tácita la mano del primero mientras golpea con la fuerza del segundo. En la calle se oye la lluvia sobre los tejados de arcilla, algún perro ladrando, alguna risa.
Tres personas, hombres, sentados formando un triángulo. Es invierno y llueve. Frío, mucho frío, que dificulta el fluir del pensamiento. Los tres están reunidos para resolver un asesinato. El sospechoso, el inspector y el ayudante. El primero, con la barba crecida, despeinado, y ansioso por repetir el cognac de las noches heladas en su bohardilla del centro de la ciudad. Ya golpeado, no tiene miedo del dolor futuro. La locura, su nueva amiga y aliada, lo obliga a cantar melodías francesas en un dos por cuatro que irrita al inspector. El segundo. Serio, implacable, vestido de negro con un saco cruzado de paño que recuerda el viejo sobretodo que colgaba dentro del placard. El seño fruncido descubre los ojos negros penetrantes y audaces. El fuego del hogar, amarillo, vivo, se refleja en las negras pupilas del inspector. Pregunta, insiste, golpea con órdenes fatídicas y veloces. Casi sin pensar, sin saber lo que pregunta, lo que quiere saber, lo que está implícito. Cuestiona la integridad del primero, que se desarma ante la mirada del segundo y busca los ojos del tercero. El ayudante observa en silencio. Pareciera que siente lástima por el interrogado, el primero, el que sufre, el que sangra. No emite palabra, no hace más que sostener de forma tácita la mano del primero mientras golpea con la fuerza del segundo. En la calle se oye la lluvia sobre los tejados de arcilla, algún perro ladrando, alguna risa.
Imágenes
I
Hoy compré un espejo
y lo llevé, cuidadosamente,
a un cuarto blanco que vengo
llenando, hace algún tiempo,
con cosas mías.
Entro al cuarto y me encuentro
rodeado.
Rodeado por mí mismo.
Me acerco a las fotos.
Me veo y no logro encontrarme.
Las tiro. Todas. Hasta que se destruyen
en el suelo.
Paredes.
Vidrio.
Los libros. Leo. Me busco en cada frase.
No puedo. No estoy.
Arranco hoja por hoja.
El cuarto se llena de papeles sin sentido.
Sigo ausente.
El turno de los discos. Escucho algunos
hasta que también los desintegro.
Me detengo un instante.
Observo el caos. Mi caos.
Quieto.
Contemplo.
Entonces se me ocurre buscar en el cuerpo.
Me saco los zapatos y las medias.
Los pantalones.
Me miro las piernas,
acaricio mis pelos.
No veo.
Me desabrocho la camisa,
miro mi pecho.
No veo.
Me quito los calzoncillos.
Desnudo con anteojos. Los aplasto contra el suelo.
Me corto la planta de los pies y miro las uñas.
Sangre.
Toco la sangre con las manos y las apoyo sobre la pared.
Mis huellas digitales.
Intento reconocerme en ellas.
No puedo. No soy mis huellas.
Me reconocen pero no las soy.
Doy otro paso.
Me arranco las uñas de los pies y de las manos.
Duele. No importa.
No llego.
Tiro de la piel y la desprendo. Toda.
Quedo al aire. Carne viva. Músculos.
¿Soy eso? No. Sigo.
Más músculos. Los arranco poco a poco. Los diseco. Los tiro.
Arterias,
venas,
nervios.
Arranco los nervios. El dolor ya no es.
Escarbo hacia dentro.
Los órganos laten salvajes.
Decido que ya no sirven. Los mato.
Llego a los huesos.
El cuerpo. Mi cuerpo destrozado yace en el cuarto.
Me siento en el suelo
rodeado del caos de mi cuerpo.
me percato; sigo estando.
No soy mi cuerpo.
II
Silencio.
III
Como dos espejos enfrentados
yo estoy todavía armado y entero,
con ello que no entiendo, no controlo.
Ello que está disperso por todo el cuarto.
No soy lo que soy,
soy lo que no soy.
O viceversa.
Quizás solo exista en estas líneas.
Abstractas.
Adentro, solo, no estoy.
Yo ya no estoy.
La cinta se rompió.
IV
No.
V
Mi existencia neurótica
ya no es creíble,
se destruye.
Casi (no) queda nada
VI
Soy y no soy.
Palabra y letra.
Palabra escrita.
VII
Obscuro.
VIII
Afuera.
IX
Al salir del cuarto cierro la puerta.
Hoy compré un espejo
y lo llevé, cuidadosamente,
a un cuarto blanco que vengo
llenando, hace algún tiempo,
con cosas mías.
Entro al cuarto y me encuentro
rodeado.
Rodeado por mí mismo.
Me acerco a las fotos.
Me veo y no logro encontrarme.
Las tiro. Todas. Hasta que se destruyen
en el suelo.
Paredes.
Vidrio.
Los libros. Leo. Me busco en cada frase.
No puedo. No estoy.
Arranco hoja por hoja.
El cuarto se llena de papeles sin sentido.
Sigo ausente.
El turno de los discos. Escucho algunos
hasta que también los desintegro.
Me detengo un instante.
Observo el caos. Mi caos.
Quieto.
Contemplo.
Entonces se me ocurre buscar en el cuerpo.
Me saco los zapatos y las medias.
Los pantalones.
Me miro las piernas,
acaricio mis pelos.
No veo.
Me desabrocho la camisa,
miro mi pecho.
No veo.
Me quito los calzoncillos.
Desnudo con anteojos. Los aplasto contra el suelo.
Me corto la planta de los pies y miro las uñas.
Sangre.
Toco la sangre con las manos y las apoyo sobre la pared.
Mis huellas digitales.
Intento reconocerme en ellas.
No puedo. No soy mis huellas.
Me reconocen pero no las soy.
Doy otro paso.
Me arranco las uñas de los pies y de las manos.
Duele. No importa.
No llego.
Tiro de la piel y la desprendo. Toda.
Quedo al aire. Carne viva. Músculos.
¿Soy eso? No. Sigo.
Más músculos. Los arranco poco a poco. Los diseco. Los tiro.
Arterias,
venas,
nervios.
Arranco los nervios. El dolor ya no es.
Escarbo hacia dentro.
Los órganos laten salvajes.
Decido que ya no sirven. Los mato.
Llego a los huesos.
El cuerpo. Mi cuerpo destrozado yace en el cuarto.
Me siento en el suelo
rodeado del caos de mi cuerpo.
me percato; sigo estando.
No soy mi cuerpo.
II
Silencio.
III
Como dos espejos enfrentados
yo estoy todavía armado y entero,
con ello que no entiendo, no controlo.
Ello que está disperso por todo el cuarto.
No soy lo que soy,
soy lo que no soy.
O viceversa.
Quizás solo exista en estas líneas.
Abstractas.
Adentro, solo, no estoy.
Yo ya no estoy.
La cinta se rompió.
IV
No.
V
Mi existencia neurótica
ya no es creíble,
se destruye.
Casi (no) queda nada
VI
Soy y no soy.
Palabra y letra.
Palabra escrita.
VII
Obscuro.
VIII
Afuera.
IX
Al salir del cuarto cierro la puerta.
(Buenos Aires, algún momento entre los años 1996 y 1999)
sábado, 20 de febrero de 2010
El descubrimiento de Europa: capítulo 1 (palomas)
Aunque he intentado conservar algún orden lógico, no lo he logrado. Hemos de culpar a la mirada, chismosa e indiscreta, que se escurre por rutas misteriosas. Esta vez, las palomas. Y a pesar que el tema que nos ocupará esta pantalla blanquecina no presenta mayor interés, no haremos honor a los prejuicios y nos dedicaremos a dialogar (en un relativo monólogo) sobre las palomas catalanas.
Comencemos por el principio, la denominación. Si bien la taxonomía les ha otorgado diversos y variados nombres técnicos, y el respetable Darwin, Charles, ha dedicado una importante -y en mi opinión, agotadora- sección en "El origen de las especies", el vulgo, o sea nosotros (sin ánimos de ofender ningún intelecto amante de la biología de las aves) hemos consensuado en llamarlas palomas. Este hecho, no despojado de importancia, ha ocupado, seguramente, un tiempo considerable en la historia de la humanidad.
Otro suceso de capital importancia es la constitución de las moles urbanas y la masificación de la vida en ellas. Reflexionemos acerca de los monumentos y esculturas varias y no tardaremos en considerarlos templos dedicados a celebrar un poli-monoteismo avícola. Preparemos un té, sin hervir el agua, y observemos a través de la ventana más cercana. ¿Qué vemos? Una respuesta rápida podría ser: una ciudad. Pues no, nos hemos equivocado. Vemos el hogar de estos singulares pajarillos del cual hace ya muchas lunas se han apropiado.
Volvamos, y sepan disculpar la verborragia que parece ha de dominar este capítulo.
Nombre popular: palomas.
Si me permitís (segunda persona del plural académico...) preferiría -hecho que como bien saben disfruto sobremanera- intentar modificar el nombre de estas aves. De otra forma, esta disparatada y absurda colección de sílabas carecería del despreciable (en el sentido estrictamente físico) sentido (valga la redundancia en el redundante sentido coloquial) que posee. Pausa de cinco minutos para leer y re-leer esta última frase...
Un paréntesis; una llamada; una nota al pie de página. Es inevitable no desconcentrarme con el sonido agudo y doloroso de la tos de la señora, de unos setenta y pocos años, que me enfrenta en la mesa del bar donde escribo. Ella tose con la complicidad de sus desgastadas cuerdas vocales, que aprovechan para jugar a la soprano, mientras todos nosotros, asiduos del café, reímos, también cómplices, a escondidas de su tabaquista garganta.
Volvamos. Una vez más, volvamos. Si, las palomas y mi propuesta para renombrarlas.
Tengo tres posibles soluciones basadas, cada una de ellas, en tres particulares y ridículas anécdotas.
Los personajes. Las aves; grises, chuecas, repetitivas hasta el hartazgo al emitir esos espantosos sonidos guturales (quizás comunicadores de una libido despertada por la primavera) comparables, únicamente, al lamento de una cafetera eléctrica (relativamente gastada) que se desprende de las últimas gotas de café quemado. Animales poco simpáticos, en principio, y carentes de aceptación -me atrevería- universal.
[Nuevamente la tos]
En segundo lugar, mencionaremos a las personas; una parte de nosotros... He de evitar el término humanos por necesidad literaria para el futuro. De todas formas, no perderemos valioso tiempo en este tema harto conocido por todos.
En tercer lugar, la comida de las aves. Esta ocurrencia resulta la más compleja a la hora de la descripción. ¿Qué comen las palomas?
Olvidando el discurso de los ascetas del estudio gastronómico de las palomas catalanas, trataré de ilustrar un original menú que paso a describir.
Aparecen en las orillas de mi memoria un conjunto de semillas, migas de todas las proveniencias imaginables y basura en diferentes grados de descomposición. Recuerdo, también, las deseadas y esperadas demostraciones de olvido o, quizás, cariño humano hacia los alados; la comida en las mesas de la vereda.
Uno asiste a estos templos callejeros de la primavera-verano con la presencia indiscreta de aves y mamíferos varios; a saber: gatos, perros y hasta mapaches (en algún zoológico ilógico).
En definitiva, al concierto del almuerzo, cena o vermut (picada abundante con aperitivo Gancia, Conzano o la simplona cerveza recalentada en el trayecto hacia la platea), no llegamos sino de la mano de animales deseosos de compartir con nosotros alguna pieza (y no exactamente musical).
Por lo tanto, el menú, olvidado ya entre los vericuetos de la descripción, consta de basurillas, piedritas, tierra, alimento balanceado, migas, pan, pizza, mostacholes, fideos con tuco, asado de tira, solomillo de cerdo con papas rosti, y por qué no, fondue de chocolate con frutas de estación.
Claro está que los comensales no acuden a cualquier presentación sino a las galas, a las cuales sus domesticados paladares se han acostumbrado ya hace algunas progenies mendelianas.
Ustedes podrán cuestionar y demandar el objetivo de esta sección culinaria. Cuál es la importancia de monologar sobre el tema. Ninguna. Es el propio placer de deslizar este bolígrafo sobre el papel y verlo transformado en estas luces que tipeo, el que me obliga a aburrirlos y agobiarlos con este tópico.
Finalicemos entonces con las tres propuestas a fines de renombrar a las avecillas.
El primer acto, propio de un escrito del señor Süskind, ocurre en un soleado boulevard de Barcelona durante las últimas horas de sol de una tarde, todavía, invernal. Voy caminando hacia el departamento, donde mis pocas cosas aguardan un cordial vistazo para comprobar si aún existen (cuestiones de la archiconocidadistancia).
El boulevard se encuentra enmarcado dentro de una más que agradable hilera de vidrieras (o escaparates) que atraen mi mirada de vez en cuando (admito que más de vez que de en cuando).
El sol se acaricia las copas de los altos árboles y crea junto a ellos una hermosa fila india que divide la acera en una margen oriental y otra occidental. Camino por la margen occidental por no portar visado para la otra...
De repente, mi tácito y abstracto consumismo se esfuma mientras el aire se satura de un terror fantaseado; una imagen dantesca ocupa la totalidad de la pantalla. Una paloma (cuerpo B) se interpone en el curso de un ciclista (cuerpo A). Para ilustrar tal fotograma recurro a los archivados conocimientos de física... Imaginemos que el cuerpo A se desplaza con un movimiento uniformemente rectilíneo hacia el norte del escenario. El cuerpo B, lo hace exactamente de la misma forma pero el el sentido opuesto; ciento ochenta grados. El conocido sur que justifica todo norte.
Han de suponer que, dependiendo de la velocidad (¡relativa!) de cada cuerpo, en algún punto del trayecto (plausible de ser calculado) ambos cuerpos no tendrán más opciones que colisionar trágicamente.
Si esto fuera una clase, el docente esperaría una pregunta: ¿Y la altura a la cual se desplaza cada cuerpo? ya que las palomas vuelan... Respuesta: el ave vuela a la altura del tórax, incurvado hacia adelante, del ciclista.
En aras de simplificar con fines didácticos, el suceso fue evitado sino por una brusca maniobra de giro hacia el occidente, por donde yo paseaba, del cuerpo A. Un deus ex machina que otorga la denominación de avesinas a las palomas asesinas.
El segundo evento ocurre en una tarde primaveral que acompaña un almuerzo retrasado en la vereda de un restaurante uruguayo a pocas calles de la afamada Sagrada Familia (de la cual ya hablaré en otra ocasión).
Nos disponemos a comer, Luciana y yo, un sandwich de jamón y queso, una tortilla de papas a la francesa y una hamburguesa completa. Las bebidas no otorgan condimento alguno a este relato y serán deliberadamente obviadas.
En el correr de los minutos no acude Mirtha sino una paloma...
Chueca, la emplumada avanza hasta perderse entre las patas de las sillas, que le configuran un auténtico partenón privado. Casi sin querer, y ya en tratativas para editar este relato, desvío la mirada hacia el suelo, donde advierto que ni el can más dócil hubiera lanzado miradas como las que el ave nos obsequiaba para lograr engullir alguna miga.
Por supuesto que no hubo gesto de amabilidad alguno, en ese instante, y fue el pico contra el suelo lo único que aseguró la nutrición enteral del animal.
Lo curioso fue la danza, el ritmo que distinguió el hecho; Hasta parecía que la paloma iba a ladrar en cualquier momento... hecho que les otorga la denominación de palóperras.
Finalmente arribamos al tercer y último unitario de la tarde. Sin embargo, dada la elocuencia de este capítulo que, más allá de la ya mencionada verborragia, podría constituir una polirragia o una metapoliverborragia y demás neoilogismos, dejo en vuestra imaginación -que espero creativa y alocada- la creación de terceros y más episodios en los cuales estas aves singulares, espantosas y no comestibles sean protagonistas indiscutibles. Les confío una preciada tarea; escribir las páginas de la convivencia entre personas y aves en los anales de la historia. Los invito a proponer nombres para estos animales que, por ahora, continuaremos llamando
palomas.
Comencemos por el principio, la denominación. Si bien la taxonomía les ha otorgado diversos y variados nombres técnicos, y el respetable Darwin, Charles, ha dedicado una importante -y en mi opinión, agotadora- sección en "El origen de las especies", el vulgo, o sea nosotros (sin ánimos de ofender ningún intelecto amante de la biología de las aves) hemos consensuado en llamarlas palomas. Este hecho, no despojado de importancia, ha ocupado, seguramente, un tiempo considerable en la historia de la humanidad.
Otro suceso de capital importancia es la constitución de las moles urbanas y la masificación de la vida en ellas. Reflexionemos acerca de los monumentos y esculturas varias y no tardaremos en considerarlos templos dedicados a celebrar un poli-monoteismo avícola. Preparemos un té, sin hervir el agua, y observemos a través de la ventana más cercana. ¿Qué vemos? Una respuesta rápida podría ser: una ciudad. Pues no, nos hemos equivocado. Vemos el hogar de estos singulares pajarillos del cual hace ya muchas lunas se han apropiado.
Volvamos, y sepan disculpar la verborragia que parece ha de dominar este capítulo.
Nombre popular: palomas.
Si me permitís (segunda persona del plural académico...) preferiría -hecho que como bien saben disfruto sobremanera- intentar modificar el nombre de estas aves. De otra forma, esta disparatada y absurda colección de sílabas carecería del despreciable (en el sentido estrictamente físico) sentido (valga la redundancia en el redundante sentido coloquial) que posee. Pausa de cinco minutos para leer y re-leer esta última frase...
Un paréntesis; una llamada; una nota al pie de página. Es inevitable no desconcentrarme con el sonido agudo y doloroso de la tos de la señora, de unos setenta y pocos años, que me enfrenta en la mesa del bar donde escribo. Ella tose con la complicidad de sus desgastadas cuerdas vocales, que aprovechan para jugar a la soprano, mientras todos nosotros, asiduos del café, reímos, también cómplices, a escondidas de su tabaquista garganta.
Volvamos. Una vez más, volvamos. Si, las palomas y mi propuesta para renombrarlas.
Tengo tres posibles soluciones basadas, cada una de ellas, en tres particulares y ridículas anécdotas.
Los personajes. Las aves; grises, chuecas, repetitivas hasta el hartazgo al emitir esos espantosos sonidos guturales (quizás comunicadores de una libido despertada por la primavera) comparables, únicamente, al lamento de una cafetera eléctrica (relativamente gastada) que se desprende de las últimas gotas de café quemado. Animales poco simpáticos, en principio, y carentes de aceptación -me atrevería- universal.
[Nuevamente la tos]
En segundo lugar, mencionaremos a las personas; una parte de nosotros... He de evitar el término humanos por necesidad literaria para el futuro. De todas formas, no perderemos valioso tiempo en este tema harto conocido por todos.
En tercer lugar, la comida de las aves. Esta ocurrencia resulta la más compleja a la hora de la descripción. ¿Qué comen las palomas?
Olvidando el discurso de los ascetas del estudio gastronómico de las palomas catalanas, trataré de ilustrar un original menú que paso a describir.
Aparecen en las orillas de mi memoria un conjunto de semillas, migas de todas las proveniencias imaginables y basura en diferentes grados de descomposición. Recuerdo, también, las deseadas y esperadas demostraciones de olvido o, quizás, cariño humano hacia los alados; la comida en las mesas de la vereda.
Uno asiste a estos templos callejeros de la primavera-verano con la presencia indiscreta de aves y mamíferos varios; a saber: gatos, perros y hasta mapaches (en algún zoológico ilógico).
En definitiva, al concierto del almuerzo, cena o vermut (picada abundante con aperitivo Gancia, Conzano o la simplona cerveza recalentada en el trayecto hacia la platea), no llegamos sino de la mano de animales deseosos de compartir con nosotros alguna pieza (y no exactamente musical).
Por lo tanto, el menú, olvidado ya entre los vericuetos de la descripción, consta de basurillas, piedritas, tierra, alimento balanceado, migas, pan, pizza, mostacholes, fideos con tuco, asado de tira, solomillo de cerdo con papas rosti, y por qué no, fondue de chocolate con frutas de estación.
Claro está que los comensales no acuden a cualquier presentación sino a las galas, a las cuales sus domesticados paladares se han acostumbrado ya hace algunas progenies mendelianas.
Ustedes podrán cuestionar y demandar el objetivo de esta sección culinaria. Cuál es la importancia de monologar sobre el tema. Ninguna. Es el propio placer de deslizar este bolígrafo sobre el papel y verlo transformado en estas luces que tipeo, el que me obliga a aburrirlos y agobiarlos con este tópico.
Finalicemos entonces con las tres propuestas a fines de renombrar a las avecillas.
El primer acto, propio de un escrito del señor Süskind, ocurre en un soleado boulevard de Barcelona durante las últimas horas de sol de una tarde, todavía, invernal. Voy caminando hacia el departamento, donde mis pocas cosas aguardan un cordial vistazo para comprobar si aún existen (cuestiones de la archiconocidadistancia).
El boulevard se encuentra enmarcado dentro de una más que agradable hilera de vidrieras (o escaparates) que atraen mi mirada de vez en cuando (admito que más de vez que de en cuando).
El sol se acaricia las copas de los altos árboles y crea junto a ellos una hermosa fila india que divide la acera en una margen oriental y otra occidental. Camino por la margen occidental por no portar visado para la otra...
De repente, mi tácito y abstracto consumismo se esfuma mientras el aire se satura de un terror fantaseado; una imagen dantesca ocupa la totalidad de la pantalla. Una paloma (cuerpo B) se interpone en el curso de un ciclista (cuerpo A). Para ilustrar tal fotograma recurro a los archivados conocimientos de física... Imaginemos que el cuerpo A se desplaza con un movimiento uniformemente rectilíneo hacia el norte del escenario. El cuerpo B, lo hace exactamente de la misma forma pero el el sentido opuesto; ciento ochenta grados. El conocido sur que justifica todo norte.
Han de suponer que, dependiendo de la velocidad (¡relativa!) de cada cuerpo, en algún punto del trayecto (plausible de ser calculado) ambos cuerpos no tendrán más opciones que colisionar trágicamente.
Si esto fuera una clase, el docente esperaría una pregunta: ¿Y la altura a la cual se desplaza cada cuerpo? ya que las palomas vuelan... Respuesta: el ave vuela a la altura del tórax, incurvado hacia adelante, del ciclista.
En aras de simplificar con fines didácticos, el suceso fue evitado sino por una brusca maniobra de giro hacia el occidente, por donde yo paseaba, del cuerpo A. Un deus ex machina que otorga la denominación de avesinas a las palomas asesinas.
El segundo evento ocurre en una tarde primaveral que acompaña un almuerzo retrasado en la vereda de un restaurante uruguayo a pocas calles de la afamada Sagrada Familia (de la cual ya hablaré en otra ocasión).
Nos disponemos a comer, Luciana y yo, un sandwich de jamón y queso, una tortilla de papas a la francesa y una hamburguesa completa. Las bebidas no otorgan condimento alguno a este relato y serán deliberadamente obviadas.
En el correr de los minutos no acude Mirtha sino una paloma...
Chueca, la emplumada avanza hasta perderse entre las patas de las sillas, que le configuran un auténtico partenón privado. Casi sin querer, y ya en tratativas para editar este relato, desvío la mirada hacia el suelo, donde advierto que ni el can más dócil hubiera lanzado miradas como las que el ave nos obsequiaba para lograr engullir alguna miga.
Por supuesto que no hubo gesto de amabilidad alguno, en ese instante, y fue el pico contra el suelo lo único que aseguró la nutrición enteral del animal.
Lo curioso fue la danza, el ritmo que distinguió el hecho; Hasta parecía que la paloma iba a ladrar en cualquier momento... hecho que les otorga la denominación de palóperras.
Finalmente arribamos al tercer y último unitario de la tarde. Sin embargo, dada la elocuencia de este capítulo que, más allá de la ya mencionada verborragia, podría constituir una polirragia o una metapoliverborragia y demás neoilogismos, dejo en vuestra imaginación -que espero creativa y alocada- la creación de terceros y más episodios en los cuales estas aves singulares, espantosas y no comestibles sean protagonistas indiscutibles. Les confío una preciada tarea; escribir las páginas de la convivencia entre personas y aves en los anales de la historia. Los invito a proponer nombres para estos animales que, por ahora, continuaremos llamando
palomas.
domingo, 14 de febrero de 2010
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