sábado, 20 de febrero de 2010

El descubrimiento de Europa: capítulo 1 (palomas)

Aunque he intentado conservar algún orden lógico, no lo he logrado. Hemos de culpar a la mirada, chismosa e indiscreta, que se escurre por rutas misteriosas. Esta vez, las palomas. Y a pesar que el tema que nos ocupará esta pantalla blanquecina no presenta mayor interés, no haremos honor a los prejuicios y nos dedicaremos a dialogar (en un relativo monólogo) sobre las palomas catalanas.


Comencemos por el principio, la denominación. Si bien la taxonomía les ha otorgado diversos y variados nombres técnicos, y el respetable Darwin, Charles, ha dedicado una importante -y en mi opinión, agotadora- sección en "El origen de las especies", el vulgo, o sea nosotros (sin ánimos de ofender ningún intelecto amante de la biología de las aves) hemos consensuado en llamarlas palomas. Este hecho, no despojado de importancia, ha ocupado, seguramente, un tiempo considerable en la historia de la humanidad.

Otro suceso de capital importancia es la constitución de las moles urbanas y la masificación de la vida en ellas. Reflexionemos acerca de los monumentos y esculturas varias y no tardaremos en considerarlos templos dedicados a celebrar un poli-monoteismo avícola. Preparemos un té, sin hervir el agua, y observemos a través de la ventana más cercana. ¿Qué vemos? Una respuesta rápida podría ser: una ciudad. Pues no, nos hemos equivocado. Vemos el hogar de estos singulares pajarillos del cual hace ya muchas lunas se han apropiado.

Volvamos, y sepan disculpar la verborragia que parece ha de dominar este capítulo.

Nombre popular: palomas.

Si me permitís (segunda persona del plural académico...) preferiría -hecho que como bien saben disfruto sobremanera- intentar modificar el nombre de estas aves. De otra forma, esta disparatada y absurda colección de sílabas carecería del despreciable (en el sentido estrictamente físico) sentido (valga la redundancia en el redundante sentido coloquial) que posee. Pausa de cinco minutos para leer y re-leer esta última frase...

Un paréntesis; una llamada; una nota al pie de página. Es inevitable no desconcentrarme con el sonido agudo y doloroso de la tos de la señora, de unos setenta y pocos años, que me enfrenta en la mesa del bar donde escribo. Ella tose con la complicidad de sus desgastadas cuerdas vocales, que aprovechan para jugar a la soprano, mientras todos nosotros, asiduos del café, reímos, también cómplices, a escondidas de su tabaquista garganta.

Volvamos. Una vez más, volvamos. Si, las palomas y mi propuesta para renombrarlas.

Tengo tres posibles soluciones basadas, cada una de ellas, en tres particulares y ridículas anécdotas.

Los personajes. Las aves; grises, chuecas, repetitivas hasta el hartazgo al emitir esos espantosos sonidos guturales (quizás comunicadores de una libido despertada por la primavera) comparables, únicamente, al lamento de una cafetera eléctrica (relativamente gastada) que se desprende de las últimas gotas de café quemado. Animales poco simpáticos, en principio, y carentes de aceptación -me atrevería- universal.

[Nuevamente la tos]

En segundo lugar, mencionaremos a las personas; una parte de nosotros... He de evitar el término humanos por necesidad literaria para el futuro. De todas formas, no perderemos valioso tiempo en este tema harto conocido por todos.

En tercer lugar, la comida de las aves. Esta ocurrencia resulta la más compleja a la hora de la descripción. ¿Qué comen las palomas?

Olvidando el discurso de los ascetas del estudio gastronómico de las palomas catalanas, trataré de ilustrar un original menú que paso a describir.

Aparecen en las orillas de mi memoria un conjunto de semillas, migas de todas las proveniencias imaginables y basura en diferentes grados de descomposición. Recuerdo, también, las deseadas y esperadas demostraciones de olvido o, quizás, cariño humano hacia los alados; la comida en las mesas de la vereda.

Uno asiste a estos templos callejeros de la primavera-verano con la presencia indiscreta de aves y mamíferos varios; a saber: gatos, perros y hasta mapaches (en algún zoológico ilógico).

En definitiva, al concierto del almuerzo, cena o vermut (picada abundante con aperitivo Gancia, Conzano o la simplona cerveza recalentada en el trayecto hacia la platea), no llegamos sino de la mano de animales deseosos de compartir con nosotros alguna pieza (y no exactamente musical).

Por lo tanto, el menú, olvidado ya entre los vericuetos de la descripción, consta de basurillas, piedritas, tierra, alimento balanceado, migas, pan, pizza, mostacholes, fideos con tuco, asado de tira, solomillo de cerdo con papas rosti, y por qué no, fondue de chocolate con frutas de estación.

Claro está que los comensales no acuden a cualquier presentación sino a las galas, a las cuales sus domesticados paladares se han acostumbrado ya hace algunas progenies mendelianas.

Ustedes podrán cuestionar y demandar el objetivo de esta sección culinaria. Cuál es la importancia de monologar sobre el tema. Ninguna. Es el propio placer de deslizar este bolígrafo sobre el papel y verlo transformado en estas luces que tipeo, el que me obliga a aburrirlos y agobiarlos con este tópico.

Finalicemos entonces con las tres propuestas a fines de renombrar a las avecillas.

El primer acto, propio de un escrito del señor Süskind, ocurre en un soleado boulevard de Barcelona durante las últimas horas de sol de una tarde, todavía, invernal. Voy caminando hacia el departamento, donde mis pocas cosas aguardan un cordial vistazo para comprobar si aún existen (cuestiones de la archiconocidadistancia).

El boulevard se encuentra enmarcado dentro de una más que agradable hilera de vidrieras (o escaparates) que atraen mi mirada de vez en cuando (admito que más de vez que de en cuando).

El sol se acaricia las copas de los altos árboles y crea junto a ellos una hermosa fila india que divide la acera en una margen oriental y otra occidental. Camino por la margen occidental por no portar visado para la otra...

De repente, mi tácito y abstracto consumismo se esfuma mientras el aire se satura de un terror fantaseado; una imagen dantesca ocupa la totalidad de la pantalla. Una paloma (cuerpo B) se interpone en el curso de un ciclista (cuerpo A). Para ilustrar tal fotograma recurro a los archivados conocimientos de física... Imaginemos que el cuerpo A se desplaza con un movimiento uniformemente rectilíneo hacia el norte del escenario. El cuerpo B, lo hace exactamente de la misma forma pero el el sentido opuesto; ciento ochenta grados. El conocido sur que justifica todo norte.

Han de suponer que, dependiendo de la velocidad (¡relativa!) de cada cuerpo, en algún punto del trayecto (plausible de ser calculado) ambos cuerpos no tendrán más opciones que colisionar trágicamente.

Si esto fuera una clase, el docente esperaría una pregunta: ¿Y la altura a la cual se desplaza cada cuerpo? ya que las palomas vuelan... Respuesta: el ave vuela a la altura del tórax, incurvado hacia adelante, del ciclista.

En aras de simplificar con fines didácticos, el suceso fue evitado sino por una brusca maniobra de giro hacia el occidente, por donde yo paseaba, del cuerpo A. Un deus ex machina que otorga la denominación de avesinas a las palomas asesinas.


El segundo evento ocurre en una tarde primaveral que acompaña un almuerzo retrasado en la vereda de un restaurante uruguayo a pocas calles de la afamada Sagrada Familia (de la cual ya hablaré en otra ocasión).

Nos disponemos a comer, Luciana y yo, un sandwich de jamón y queso, una tortilla de papas a la francesa y una hamburguesa completa. Las bebidas no otorgan condimento alguno a este relato y serán deliberadamente obviadas.

En el correr de los minutos no acude Mirtha sino una paloma...

Chueca, la emplumada avanza hasta perderse entre las patas de las sillas, que le configuran un auténtico partenón privado. Casi sin querer, y ya en tratativas para editar este relato, desvío la mirada hacia el suelo, donde advierto que ni el can más dócil hubiera lanzado miradas como las que el ave nos obsequiaba para lograr engullir alguna miga.

Por supuesto que no hubo gesto de amabilidad alguno, en ese instante, y fue el pico contra el suelo lo único que aseguró la nutrición enteral del animal.

Lo curioso fue la danza, el ritmo que distinguió el hecho; Hasta parecía que la paloma iba a ladrar en cualquier momento... hecho que les otorga la denominación de palóperras.


Finalmente arribamos al tercer y último unitario de la tarde. Sin embargo, dada la elocuencia de este capítulo que, más allá de la ya mencionada verborragia, podría constituir una polirragia o una metapoliverborragia y demás neoilogismos, dejo en vuestra imaginación -que espero creativa y alocada- la creación de terceros y más episodios en los cuales estas aves singulares, espantosas y no comestibles sean protagonistas indiscutibles. Les confío una preciada tarea; escribir las páginas de la convivencia entre personas y aves en los anales de la historia. Los invito a proponer nombres para estos animales que, por ahora, continuaremos llamando


                         palomas.

1 comentario:

  1. Que lindo! Recuerdo perfectamente esos perros alados que tantas charlas y mensajes de texto generaron...
    Petó!
    L.

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